Tiflis (dpa) – Cuando Nukri Kurdadze compró su primer viñedo en la aldea georgiana de Akhasheni en 2004 tuvo que llevar a cabo una difícil decisión: destruir la mayor parte de las viñas y plantar nuevas.
«En la época soviética la producción de vino en Georgia primaba la cantidad, no la calidad«, explica.
El físico, que siempre soñó con tener un viñedo, quería producir vino ecológico siguiendo la antigua tradición georgiana: utilizando ánforas con forma de huevo -sin asas- denominadas kvevris, que normalmente se entierran en el suelo o se almacenan en bodegas.
Mientras el productor de vino de la región de Kakheti habla, su mujer, Keti, pone la mesa. Hay distintos quesos dispuestos: un potente Gouda elaborado con leche de cabra, un Sulguni ahumado elaborado con leche de vaca, y un suave Imeruli -también de vaca- además de pan recién horneado y, por supuesto, vino.
Comenzamos con un vaso del ámbar Rkatsiteli para seguir con un tinto Saperavi. «También lo llamamos vino negro, explica Kurdadze». Añade que en 2019 se propone producir un Saperavi con una graduación alcohólica de 17. En 2017 produjo uno con el increíble porcentaje de 17,85 de alcohol. «La robusta levadura propia de la zona lo permite».
Nukri Kurdadze ha enterrado sus kvevris en tres terrazas a diferentes alturas, inspirado por un método utilizado en el siglo XIX. La fermentación se produce en el primer piso, el envejecimiento del vino en el segundo y el tercero.
Nukri apunta meticulosamente sus observaciones sobre los resultados del método aplicado y disfruta desde su amplio mirador de unas magníficas vistas a la cordillera del Gran Cáucaso.
Giorgi Dakishvili dirige otra bodega llamada Teleda Orgo, que pertenece a su familia desde hace generaciones. En la bodega, las botellas se apilan en estantes de ladrillo. Además, sobre el suelo hay una docena de kvevris con una capacidad de 2.000 litros cada uno y cinco kvevris más de 200 litros cada uno.
Dakishvili cultiva dos de las variedades de uva georgiana de mayor renombre: la blanca Rkatsiteli y la tinta Saperavi. Rkatsiteli significa «tallo rojo» y es una de las variedades más antiguas de la región. Hace 5.000 años ya se utilizaba para hacer vino.
En caso de necesitar un nuevo kvevri, Dakishvili debe encargarlo a uno de los tres fabricantes que quedan en Georgia. Uno de ellos es Zaza Kbilashvili, de la remota aldea de Vardisubani.
Llegar hasta este artesano no es tarea sencilla. Las carreteras locales están en mal estado y desde fuera la alfarería parece una típica casa unifamiliar.
En la parte trasera del jardín hay una bodega donde los kvevris, con unas medidas de unos 1,70 metros de ancho por 2 metros de alto, descansan tumbados sobre el suelo para secarse.
«Empiezo formando la base y continúo hacia arriba de 10 centímetros en 10 centímetros», explica el artesano. Cuando el tiempo es bueno, Kbilashvili puede añadir la siguiente capa en dos días. Cuando está húmedo debe esperar tres o cuatro días.
Una vez secos, los kvevris se cuecen en un horno. «Hacen falta seis hombres para llevar un kvevri», explica. El horno tiene el tamaño de un cobertizo. La puerta, una pared entera, debe ser tapiada antes de la cocción, que se realiza a través de un pequeño agujero en la base.
Se tarda una semana en cocer un kvevri, a una temperatura de 1.300 grados centígrados y hacen falta cuatro días más para retirar los ladrillos de la entrada.
El destapiado debe hacerse lentamente ya que un descenso rápido de la temperatura podría dañar al todavía frágil kvevri. Finalmente las ánforas se colocan sobre el césped y se recubren con una mezcla de cal y hormigón.
En 2013, la UNESCO incluyó el método tradicional georgiano de hacer vino en kvevris en su lista de patrimonio cultural intangible.
Marina Kurtanidze, de Chardakhi, en la región de Kartli, comenzó a trabajar en el negocio de su marido, Iago Bitarishvili en el año 2012. «Las mujeres georgianas se encargaban de hacer el vino cuando los hombres estaban en la guerra», afirma. «Llevamos haciendo esto durante siglos”.
Quien quiera probar los vinos producidos por la pareja deberá visitar la pequeña aldea en la que viven o pagar una fortuna por ellos en alguno de los lujosos restaurantes italianos, franceses, alemanes o japoneses a los que exportan.
No son los únicos productores de vino georgianos que evitan producir a gran escala. Nika Vacheishvili, en Atenuri, en la región Shida Kartli, es otro de ellos.
El camino que lleva a su bodega atraviesa la aldea, pasa junto a la iglesia Ateni Sioni que data del siglo VII y termina en el río Tana. No se puede continuar en coche. Para llegar hasta Vacheishvili hay que cruzar a pie un puente.
Este viticultor siempre soñó con tener una bodega. Anteriormente ejerció como profesor de historia del arte. Ahora, cultiva las variedades de uva blanca Chinebuli y Goruli, así como la tinta Budeshuri.
Su vino blanco es producido ecológicamente, las uvas son prensadas en tanques de metal. El resultado es un caldo blanco, fresco y de sabor metálico, mientras que el vino tinto que produce es especialmente aromático.
En el jardín, Vacheishvili ofrece a los pequeños grupos de visitantes que se acercan a este remoto lugar una degustación de vinos, que sirve con trucha ahumada y ensalada de zanahorias, remolacha y berenjenas. Según la experiencia de Nika Vascheishvili: «quien bebe vino en Georgia, regresa«.
Por Annette Meinke-Carstanjen (dpa)