Simferópol/Kiev (dpa) – La construcción de la Mezquita del Gran Viernes con los orgullosos minaretes en Crimea no debería existir en absoluto. Las sanciones de la Unión Europea contra Crimea tras su anexión por parte de Rusia hace cinco años deberían dificultar realmente los proyectos a gran escala.
Pero en las afueras de Simferópol, la capital de la península sobre el Mar Negro, crece el gigantesco templo de oración. Está destinado al grupo étnico musulmán de los tártaros de Crimea.
Bajo el patrocinio del presidente ruso, Vladimir Putin, emerge el orgullo de los tártaros de Crimea, una población que históricamente no fue muy popular en Rusia.
Crimea, que según el derecho internacional aún pertenece a Ucrania, recibe más apoyo de Moscú que ninguna otra región de Rusia. El aparato del poder quiere cumplir especialmente los deseos de los críticos tártaros de Crimea, para reconciliarse pacíficamente con este pueblo que habita desde hace siglos en la península.
La construcción de la mezquita no es sólo un símbolo de la política amistosa del Kremlin. También podría ser una respuesta rusa a las acusaciones de Occidente de que los tártaros de la Crimea fueron reprimidos.
La mezquita será una de las más grandes de Europa del Este. «Hemos esperado 15 años por ella. En 2021 debería estar terminada», afirma Aidar Ismailov, el muftí adjunto de los musulmanes de Crimea.
El referente musulmán señala que en la época ucraniana sólo se hablaba y ahora, bajo el liderazgo ruso, se está pasando a la acción. Ismailov destaca que unos 3.000 creyentes de todas las regiones de la península encontrarán un lugar allí en el futuro.
Ismailov recibe a los visitantes en el sector histórico de Simferópol, en la mezquita Kebir Cami, de más de 500 años de antigüedad. Los clérigos que lo rodean no quieren que los cerca de 300.000 tártaros de Crimea se conviertan en un objeto a merced de la política internacional.
«Aquí tenemos paz y tranquilidad», afirma Ismailov, de 42 años. «En el mundo hay lugares, países, mucho peores en donde lanzan bombas», asegura.
De forma similar se expresan ciudadanos de la mayoría de origen ruso en Crimea, donde habitan en total cerca de dos millones de personas.
Muchos dicen que se salvaron de una guerra como el sangriento conflicto que se vive en el este de Ucrania. Sin embargo, tras la anexión rusa miles de personas abandonaron la península por temor a lo que el futuro les podría deparar.
Mientras que los líderes espirituales de los musulmanes han hecho en su mayoría la paz con los rusos, otro grupo de tártaros de Crimea en el exilio sigue oponiéndose a ello. Sus representantes utilizan Internet y la televisión por satélite para expresar sus voces.
Desde Kiev, la capital de Ucrania, el ex líder de los tártaros de Crimea Mustafá Djemilev lucha contra la anexión. El hombre delgado, de 75 años, está sentado en su escritorio con un traje color ocre y juega con un encendedor mientras habla. «Es nuestro hogar», dice sobre Crimea.
Djemilev, legislador en el Parlamento ucraniano, deplora el clima de miedo que reina en la península. Su esposa y sus seguidores aún viven en Crimea.
El dirigente señala que ahora es como en la época soviética, cuando nadie se atrevía a decir lo que pasaba abiertamente. Djemilev sostiene que nadie quiere problemas con el servicio secreto. Y él sabe de lo que habla.
El disidente, que en la era soviética fue confinado durante varios años a campos de trabajo forzado por razones políticas, es buscado por Rusia como extremista.
El influyente tártaro de Crimea recibió en 2014 un llamado de Vladimir Putin. El jefe del Kremlin quería saber qué se necesitaba para poner a los tártaros del lado de los rusos.
Djemilev cuenta que rechazó firmar un pacto con Moscú. Poco después se celebró el referéndum no reconocido a nivel internacional, y Crimea se unió a Rusia.
Hoy, Djemilev acusa a Putin de convertir Crimea en una fortaleza debido a la decisión de rearmar la base de la flota rusa del Mar Negro en la ciudad costera de Sebastopol.
Los rusos pudieron utilizar la ubicación estratégicamente favorable de la región para fines militares, incluso en la época ucraniana. Sin embargo, tras el cambio de poder en Kiev en 2014, Rusia temía perder esta base.
Djemilev afirma que entre 20.000 y 25.000 personas abandonaron Crimea tras la anexión. Él aconseja quedarse pero muchos de los que se han quedado creen que Djemilev es un traidor porque apoya las sanciones. Moscú está haciendo mucho para reducir al máximo las consecuencias de la anexión.
Los tártaros de Crimea tienen grandes reservas hacia los rusos, especialmente desde haber sido deportados en la Segunda Guerra Mundial. El dictador soviético Josef Stalin los envió a Asia Central como traidores porque supuestamente colaboraron con los nazis.
También debido a esta experiencia histórica, muchos tártaros de Crimea boicotearon el referéndum de 2014 sobre la unificación. Sin embargo, la mayoría ha aceptado el hecho de que rijan otras leyes, dice Ismailov, el muftí adjunto de la antigua mezquita.
El líder musulmán considera que «el peor error» de Kiev ha sido que nunca restituyó totalmente los derechos a los tártaros de Crimea. «La legislación rusa nos ha dado más que la ucraniana», sostiene. Hace cinco años, Putin ordenó la rehabilitación política de los tártaros.
El muftí adjunto señala que ahora los tártaros reciben sus parcelas de tierra, a diferencia de antes, ya que cuando Ucrania todavía estaba al mando, hubo repetidos conflictos porque los miembros de la minoría luchaban por la tierra.
Ya existen 370 mezquitas en la península, celebra Ismailov, aunque admite que bajo el liderazgo ruso todavía hay problemas y cuestiones abiertas.
Rusia, por otra parte, se apresura para que Crimea deje de depender del territorio continental ucraniano. Desde la anexión y debido a los inminentes bloqueos del lado ucraniano, los rusos han construido centrales eléctricas y estaciones de bombeo.
También se ha construido un aeropuerto ultramoderno, un puente que une la localidad costera de Kerch con Rusia continental y la autopista Tavrida.
Muchas cosas ya no son como antes. Por las sanciones occidentales, los cajeros automáticos ya no aceptan tarjetas internacionales, y tampoco todas las rusas.
La presión de Occidente es omnipresente. Donde antes la cadena de comida rápida estadounidense McDonald’s tenía una sucursal en el moderno edificio de la estación, se ha instalado un sencillo Avto Café. En lugar de un KFC, ahora hay un CFC en el centro: «Crimean Fried Chicken». El negocio podría ir mejor, se oye por todas partes.
Por Ulf Mauder (dpa)