Ciudad de México, 7 nov (dpa) – Unos niños juegan con una pelota bajo la atenta mirada de sus madres. El sol brilla, ellos ríen y la escena parece normal, hasta que se ven las tiendas de campaña, los baños móviles y las largas filas para recibir comida.
«México nos ha tratado bien», comenta Esaú Herrera. Se encuentra debajo de una improvisada tienda de plástico negro que lo protege del sol. Es hondureño, tiene 32 años, y está en Ciudad de México con su hermano, su sobrino y su hijo de 11 años.
Herrera y su familia son parte de la caravana que se encuentra en el estadio Jesús Martínez «Palillo», en Ciudad Deportiva de la Magdalena Mixhuca, que ha sido acondicionado como albergue temporal para los miles de migrantes que han llegado desde el fin de semana.
El lugar tiene capacidad para unas 5.500 personas y se encuentra casi lleno. Hay un fuerte mal olor, aunque voluntarios y autoridades hacen lo posible por mantener limpio el recinto.
En las enormes tiendas de lona que se han instalado para que los migrantes duerman se puede ver ropa colgada para secarse al sol. Otros ponen sus prendas en el suelo, separadas de los colchones y las cobijas que les sirven de cama.
Hay puestos de atención médica, comedores públicos, baños y juegos para niños en diferentes esquinas, así como grandes dispensadores de agua para que puedan asearse.
Desde muy temprano, los migrantes se forman en filas para recibir los alimentos y utensilios que las autoridades capitalinas y organizaciones civiles disponen para ellos.
«¿Para qué es esto?», pregunta un hombre a otro mientras se forma en una columna. «Nos van a entregar toallas», le responden.
Los puestos de ayuda humanitaria son en su mayoría buses y vehículos estacionados dentro de la Ciudad Deportiva. Cada cierto tiempo ingresan más vehículos cargando comida, ropa e productos de limpieza y aseo personal.
«Es una experiencia que uno vive cada día», dice Herrera, mientras comparte con su hermano unos tacos que les acaban de entregar en el comedor. Un poco más lejos, su hijo y otros niños siguen algunas dinámicas de un grupo de voluntarios de Save The Children.
La ayuda humanitaria no cesa en el campamento. Mientras por un lado se puede ver a unos jóvenes disfrazados y con vestimentas de colores para divertir a los más pequeños, en otro lado un grupo de mujeres ofrece cortes de cabello a los adultos y en otra esquina unas monjas reparten prendas de vestir.
A los migrantes se les ha ofrecido medicinas, atención psicológica y el uso gratuito de sistemas de transporte como el metro. «Si eres migrante, el metro es gratis», reza un cartel dentro del estadio.
Además, cuentan con asesoría sobre el proceso de solicitud de asilo en Estados Unidos, el destino final para muchos en la caravana.
«Cruzar por el desierto es muy peligroso y también lo es pagar a ‘coyotes’. Vengan, esto es lo se necesita para pedir asilo», dice un hombre, mientras a su alrededor se forma un grupo de gente a escucharlo.
La caravana partió el 13 de octubre de San Pedro Sula, en Honduras, con unas 1.000 personas. En su camino por Guatemala hasta México se les sumó más gente y cuando llegaron a la frontera entre estos dos últimos países, eran unos 6.000.
Muchos pidieron asilo en México, por lo que entraron por la vía legal, pero esas personas permanecen en albergues en el estado de Chiapas. Las autoridades mexicanas indicaron que han recibido un total de 3.230 solicitudes de asilo, un trámite que tarda unos tres meses.
El grueso de la caravana, sin embargo, ingresó al país de forma irregular el 19 de octubre y desde entonces ha recorrido unos 1.000 kilómetros -más de 40 cada día-, pasando por Chiapas, Oaxaca y posteriormente Veracruz y Puebla hasta llegar a Ciudad de México.
«Cuando caminamos, ha sido muy cansado, porque vamos debajo del sol y todo eso», cuenta Celeste Hernández, una hondureña de 17 años que viaja junto con su hermano pequeño y su madre. «Pero no todo ha sido malo. A veces también es bonito porque vamos divirtiéndonos», agrega.
Sentada a la sombra que le da una pared, Celeste espera a su madre, que ha ido a recoger una ración de alimentos. Su hermanito está sentado junto a ella y a un lado tienen unas cuantas mochilas donde guardan sus pertenencias.
Explica que el plan es llegar a Estados Unidos «y ver qué pasa». «Nosotros vamos con un propósito. En nuestros países no hay trabajo, no hay nada bueno», señala. Ella sabe que no será fácil cruzar la frontera con Estados Unidos ni conseguir el asilo, debido a las advertencias del presidente Donald Trump.
Jair Guerrero, otro hondureño, también sabe que el camino será difícil. Los migrantes lograron llegar a la capital mexicana caminando y pidiendo «aventones» (autostop) en la carretera y desde la Ciudad de México les quedan por lo menos 930 kilómetros hasta Reynosa, en Tamaulipas, vecina de McAllen, en Texas, que es el punto fronterizo más cercano.
«Somos padres, hijos que traemos a nuestra familia y venimos con un buen propósito», sostiene Hernández. «Nosotros vamos a llegar tranquilos, humildes… Regresar a nuestro país es una amenaza de muerte. Si migración nos regresa, mejor que lo haga en un ataúd».
Por Carmen Peña (dpa)