(dpa) – Los devastadores efectos de la actual crisis originada por la pandemia del coronavirus han hecho que Italia haya olvidado otro desastre que golpeó al país tan solo unos meses antes de su irrupción, en noviembre de 2019.
Entonces, la segunda inundación más grande de la historia moderna del país mediterráneo inundó por completo la ciudad de Venecia. En su centro histórico, las iglesias, edificios y bibliotecas se llenaron hasta rebosar de agua salada, lo que incluso dañó materiales como el mármol, por no mencionar bienes culturales como libros.
El daño parecía inconmensurable, pero la salvación también era inminente. Piero Livi, director general de la empresa Frati e Livi, estaba convencido de que todos los objetos afectados por el agua podían ser salvados (libros, manuscritos, partituras de música y otros tesoros en papel).
«No se perdió ni una sola hoja de las obras de Venecia», declara a dpa el propio Livi, en referencia a los documentos que fueron llevados a la sede de su compañía en Bolonia en un periodo de tiempo muy corto.
Menos de 24 horas después de la inundación, el equipo de Levi ya estaba en Venecia con el objetivo de asegurar el material afectado. Según explica, el tiempo es crucial cuando se trata de papel empapado.
«Si un libro se moja, dentro de las (siguientes) 48 horas comienza a enmohecerse», explica.
La empresa especializada de Livi se encargó de un total de unos 13.000 libros de Venecia, procedentes de lugares como el Conservatorio Benedetto Marcello, la Fondazione Querini Stampalia, los estudios musicales de la Fondazione Levi y la colección privada del editor Cesare De Michelis.
La principal actividad de Frati e Livi, fundada en 1975, fue en su día la encuadernación tradicional de libros. Hoy en día, sin embargo, la compañía gana la mayor parte de su dinero con la restauración de libros y cubiertas para el almacenamiento a largo plazo de documentos. Entre sus mejores clientes están la Galería de los Uffizi en Florencia, el Louvre en París y el Vaticano.
En seis meses, el trabajo sobre el material de Venecia se completó a finales de mayo. Se habría completado incluso antes, dice Livi, si no hubiera aparecido el coronavirus entre mediados de marzo y principios de mayo.
Los libros se almacenaron inicialmente en contenedores a menos 20 grados centígrados, por lo que el frío evitó que se pudrieran. El siguiente paso fue extraer la humedad con una técnica de liofilización o criodesecación, llevada a cabo gracias a un dispositivo parecido a un submarino, con cuatro ojos de buey y un gran cilindro amarillo; el orgullo de Livi.
«Tiene espacio para una fila de libros de 20 metros de largo. Su ciclo de secado dura de cuatro a cinco días, dependiendo de la cantidad de agua que hayan absorbido las obras. En un año podemos secar documentos de hasta cuatro kilómetros de longitud», narra.
Después de secarse, los libros fueron prensados, desinfectados y arreglados. No pudo devolverlos a su estado original, apunta Livi, pero se aseguró de que pudieran seguir siendo útiles. «Uno puede hojear el libro, prestarlo, pero siempre quedará una cicatriz de lo que le pasó. Cualquiera que diga lo contrario está fingiendo», opina.
El siguiente gran proyecto después de los documentos de Venecia fue el rescate de los archivos de una universidad milanesa, también inundada. Según Livi, libros de 350 metros de largo tenían que ser secados.
Livi aprendió el arte del rescate en papel de los monjes benedictinos, unos verdaderos maestros ya que la orden religiosa mantiene una tradición de encuadernación. Inmediatamente después de graduarse de la escuela, el tío de Livi, un prior benedictino, le consiguió un lugar como aprendiz.
«Pasé tres años viviendo en un convento», cuenta, mientras añade que debía obedecer las reglas del convento como todos los demás, lo cual le era difícil en ocasiones. «Tenía veinte años, tenía amigos, una novia…», recuerda.
Pese a todo, destaca que aprendió lo que requiere el trabajo con el material delicado: «Seriedad, pasión y paciencia».
Sus ojos brillan cuando habla de un punto culminante de su trabajo hace unos años: el trabajo en un pergamino judío propiedad de la Universidad de Bolonia.
Un bibliotecario de la universidad había datado en 1889 la Torá en el siglo XVII, pero se equivocó. De hecho, procedía del siglo XII o XIII, lo que suponía que se trataba de la Torá más antigua completamente preservada en el mundo.
No obstante, aunque su profesión y su compañía están dedicadas a los bienes culturales en papel, Livi no se entrega al placer de lectura en privado. No en vano, según comenta, es disléxico: «Casi nunca leo libros, los restauro».
Por Alvise Armellini (dpa)