MADRID, 17 Feb. 2019 (Europa Press) – Pobreza, falta de oportunidades, cambio climático, lucha por los recursos naturales y una creciente presencia de grupos yihadistas han hecho del Sahel un cóctel explosivo cuyas consecuencias, de no ser tratada la situación actual como vienen advirtiendo expertos y ONG, podrían ser impredecibles y dejarse sentir no solo en el continente, sino más allá de sus confines.
Cuando se habla de Sahel se hace referencia esencialmente a Mauritania, Malí, Níger, Burkina Faso y Chad. Estos cinco países, que han conformado el llamado G-5 Sahel con vistas a afrontar juntos los retos de seguridad que les aquejan, figuran entre los más pobres del mundo. Frente a los 1.400 euros de media de los países subsaharianos, la renta media en Mauritania es de unos 1.000 euros, mientras que en el caso de Níger asciende a tan solo 386.
A esto se suma la disparidad existente dentro de los propios países, con regiones mucho más atrasadas económicamente y en las que la presencia del Estado y de sus instituciones se ve reducida a la mínima expresión, lo cual genera malestar entre la población y rechazo hacia las autoridades, a las que se ve como ajenas a su sufrimiento cotidiano.
Por otra parte, los países del Sahel se sitúan en la cola del Índice de Desarrollo Humano. Cuatro de los cinco países figuran entre los diez menos desarrollados del mundo, con Níger cerrando el listado que componen 189 países. La expectativa de vida en estos países ronda los 60 años.
Y en este contexto, en el que las oportunidades económicas se reducen principalmente a las que ofrecen la agricultura y la ganadería, la región es una de las que más seriamente se está viendo golpeada por el cambio climático. Así, el 80 por ciento de las tierras cultivables se han visto degradadas y las temperaturas están subiendo 1,5 veces más rápido que la media mundial.
Unos 50 millones de personas en la región dependen de su ganado para sobrevivir, pero los terrenos de pasto se han venido reduciendo, lo que les hace entrar en conflicto con los agricultores por sus tierras de cultivo. Tanto Malí como Burkina Faso han venido experimentando cada vez más episodios de violencia intercomunitaria que se han saldado con decenas de muertos y que fomentan la desconfianza entre agricultores y pastores, mayoritariamente miembros de la etnia peul o fulani.
«Las antiguas tensiones entre las comunidades agrícolas y de pastoreo se intensifican debido al cambio climático, a medida que disminuye la disponibilidad de tierras útiles y que las fuentes de agua se vuelven menos confiables», señalaba recientemente el presidente del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), Peter Maurer, al término de una visita a Níger y Malí.
«El cambio climático suma un factor complicado en una región donde el subdesarrollo, la pobreza endémica, la criminalidad generalizada y la violencia ya dan lugar a una calidad de vida sumamente frágil», alertaba Maurer, apostando por atajar esta «combinación explosiva» con medidas que contribuyan a la resiliencia de la población.
INSEGURIDAD ALIMENTARIA
Otra de las consecuencias que trae aparejado la desaparición de tierras de cultivo y de fuentes de agua –la superficie del lago Chad se ha reducido en un 90 por ciento desde los años 1960– es la creciente inseguridad alimentaria. Millones de personas pasan hambre en la región y tienen problemas para garantizar su próxima comida.
El pasado mes de noviembre, el Fondo de la ONU para la Infancia (UNICEF) alertó de que más de 1,3 millones de niños menores de 5 años necesitan tratamiento contra la desnutrición aguda severa en el Sahel, la cifra más elevada en los últimos 10 años y un aumento de más del 50 por ciento con respecto a 2017.
Pero, en opinión de Acción contra el Hambre (ACH), Oxfam y Save the Children, el hambre no tiene por qué ser inevitable en esta región africana para lo que es necesario invertir en las capacidades de su población para hacer frente a la inseguridad alimentaria, mejorando su resiliencia y su desarrollo.
Según estas tres ONG, «la pobreza crónica, la falta de acceso a servicios sociales de base para una gran parte de la población, la desigualdad entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres, entre las zonas geográficas y la mala gobernanza contribuyen a mantener el círculo vicioso del hambre y constituyen obstáculos para acabar con ella».
EXPLOSIÓN DEMOGRÁFICA
Pero si hay un factor preocupante a tener en cuenta es la explosión demográfica que están experimentando estos países. Ya en 2016, el entonces coordinador humanitario de la ONU para el Sahel, Toby Lanzer, advertía de que en ella viven 150 millones de personas, de las que el 75 por ciento son menores de 35 años y el 25 por ciento residen en zonas afectadas por conflictos.
Para 2030, la previsión es que en todo el Sahel vivan unos 300 millones de personas, mientras que la previsión es que en países del G-5 la previsión es que sus 70 millones de habitantes actuales se multipliquen por tres, con lo que esto supone a la hora de garantizar los servicios necesarios para la población.
Los jóvenes de la región, que son mayoría, no encuentran empleo y ven en la emigración, tanto dentro del continente como también hacia Europa una salida. «Es una bomba retardada que nos puede estallar en unos años», advertía hace unos meses un diplomático europeo.
La otra salida que encuentran cada vez más jóvenes en la región es tomar las armas. La falta de medios de vida, el hambre y la pobreza se han convertido en el caldo de cultivo perfecto para que florezcan en la región los grupos yihadistas, que han aprovechado en algunos casos el rechazo a los gobiernos centrales para hacerse incluso con el control de territorio.
PRESENCIA YIHADISTA
En el Sahel operan varias organizaciones terroristas, siendo especialmente reseñable la presencia de Al Qaeda, a través de sus filiales como Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) o el Grupo para el Apoyo del Islam y los Musulmanes (JNIM, integrado por cuatro organizaciones entre las que figura la filial en el Sáhara de Al Qaeda), y de Estado Islámico, que cuenta también con ‘provincias’ en la región, pero a las que también hay que añadir grupos locales.
En su reciente informe, el ‘think-tank’ Africa Center for Strategic Studies (ACSS), alertó del incremento de la actividad yihadista en el Sahel. Así, los ataques de estos grupos pasaron de 144 en 2017 a 322 en 2018, y el número de víctimas mortales casi se duplicó, hasta llegar a los 611 muertos frente a los 322 de un año antes.
Igualmente destacó la «rápida expansión» de la actividad yihadista, «desde el norte y el centro de Malí a partes de Burkina Faso y Níger». En el primero de estos dos últimos países, hubo 136 ataques, frente a los 24 de 2017, mientras que en Níger se produjeron 29, cinco veces más que los 5 de un año antes.
La conjunción de todos estos factores, según advierte Armed Conflict Location and Event Data Project (ACLED) en su nuevo informe ‘Los diez conflictos por los que preocuparse en 2019’, hacen del Sahel –dentro del que incluye también a Nigeria y la insurgencia de Boko Haram– «el dilema geopolítico» más probable del año.
«La falta de soluciones políticas tanto a las insurgencias yihadistas como a la violencia intercomunitaria fomentará un entorno que permitirá que estos conflictos se expandan», subraya este proyecto que se encarga de analizar la violencia armada.
Así advierte, de que probablemente la actividad yihadista «se incrementará tanto en frecuencia como en propagación geográfica», mientras que la violencia intercomunitaria «seguirá las pautas estacionales» y se verá intensificada por la «competencia por recursos y círculos de represalia».