París, 25 dic (dpa) – Gérard Depardieu es, sin lugar a dudas, uno de los íconos del cine francés de las últimas décadas, aunque en los últimos años el «monstre sacré» (el monstruo sagrado), como son llamadas las estrellas en Francia, ocupe los titulares mucho más por evasión fiscal o ebriedad que por su capacidad actoral.
Nacido un 27 de diciembre de 1948, Depardieu, que este viernes cumple 65 años, escribió parte de la historia del cine.
Francia dio pocos «monstres sacrés» más allá de Jean Gabin y Jean-Paul Belmondo. Sin embargo, ninguno adquirió ese estatus con tanta velocidad como Depardieu. Su cautivante furia como conde de Montecristo o sus entregados susurros de amor como Cyrano de Bergerac no tuvieron parangón. Depardieu actúa con una energía primaria y una emocionalidad explosiva. No obstante, en los últimos tiempos encarnó papeles que gustaron menos al público.
Su traslado a Bélgica para pagar menos impuestos, su ciudadanía rusa y su exagerado consumo de alcohol colocaron algo de sombra sobre la carrera del actor mejor pago de Francia. Depardieu puede ostentar más de 200 películas, tanto grandes como pequeñas, tanto buenas como malas.
Perlas como «Les valseuses», «Cyrano de Bergerac», «Le dernier metro» y «Green Card» pasaron a los anales del cine, mientras que otras películas como «Disco» o «Bouquet final» están olvidadas y son pocos los que las han visto. El francés actúa en lo que le interesa. Esa es su libertad, como dijo en una entrevista. «No me interesan las películas, sino las historias y las personas con las que me puedo identificar», explicó.
Trepadores, rufianes, rebeldes, vagabundos, hedonistas: Depardieu personifica en sus películas todo el espectro del hombre europeo. Sin embargo, su presencia trasciende la pantalla, encarne papeles de mendigos o de nobles, como Danton, Balzac, como activista de la Résistance o como Obelix. Depardieu no interpreta sus papeles, los vive.
Para Depardieu los grandes actores son aquellos que vivieron. Y él forma parte de ellos: es insaciable, no tiene medida. Amante de la bebida y del placer culinario, compró en los últimos años varios viñedos y abrió restaurantes. Se lo suele describir como un bon vivant. Él mismo se describió en su autobiografía, «Amo la vida y la vida me ama», como un «bulímico de la felicidad», una persona en busca de una felicidad que no tuvo desde la cuna.
Depardieu viene de bien abajo. Su padre, un herrero, era alcohólico y apenas podía escribir. Él era uno de seis hermanos. Era considerado revoltoso, tenía problemas en el habla y andaba por ahí en vez de ir a la escuela. Robaba y se trenzaba en peleas y probablemente hubiera terminado como uno de esos haraganes y vagabundos que interpreta en sus películas si a los 17 años no hubiera descubierto la actuación.
Con su nariz bulbosa y sus kilos de más, es el opuesto del prototipo de belleza francesa. Sin embargo, eso no perjudicó su atractivo. Estuvo casado con la actriz Élisabeth Guignot, tuvo una relación de años con la actriz de James Bond Carole Bouquet y tuvo cuatro hijos con tres mujeres distintas.
«Todas las mujeres me parecen bellas, realmente bellas, por el sólo hecho de que son tan distintas a nosotros», dijo alguna vez en una entrevista.
Por Sabine Glaubitz