(dpa) – Domenicos Theotocopoulos murió el 7 de abril de 1614 en Toledo. Con 73 años, dejó tras él una ingente producción pictórica con la que transgredió las reglas del arte y con la que entró en el altar de los mayores pintores occidentales de la historia, aunque esa fue una gloria que le llegó mucho más tarde.
Cuando El Greco murió aquel 7 de abril del que el lunes se cumplen 400 años, lo hizo por partida doble.
Había sido un artista buscado y cotizado, un gran retratista y quizá el primer paisajista. Pintó mucho en su taller de Toledo, casi de forma industrial. Pero su fallecimiento sepultó su historia.
Aunque cueste creerlo ahora que Toledo y España celebran el cuarto centenario de su muerte por todo lo alto, con exposiciones y actividades culturales hasta diciembre, El Greco desapareció como referencia artística durante tres siglos.
300 años sin la menor influencia o consideración en el mundo del arte del pintor manierista. Tal vez por sus libres interpretaciones y su distancia de las normas académicas no hubo estudiosos que se interesaran en él. Sus figuras alargadas, el contraste de sus colores y sus composiciones estaban lejos del canon renacentista.
Fue el siglo XIX el que lo rescató del olvido, gracias al afán de personas como el historiador del arte español Manuel B. Cossio, los pintores Santiago Rusiñol e Ignacio Zuloaga y el crítico de arte alemán August Liebmann Mayer, entre otros.
El rescate, sin embargo, supuso la creación de un mito que poco tenía que ver con la realidad y que ahora se está desmontando en el marco de la conmemoración del cuarto centenario de su muerte.
Contribuye a ello «El griego de Toledo», la muestra central de la ciudad española que este 2014 se ha rendido a su ciudadano más ilustre.
Está comisariada por el catedrático de Historia del Arte Fernando Marías, una de las personas que más saben del pintor y que derribaba ya estereotipos en su «Biografía de un pintor extravagante» de 1997.
La creación del falso mito de El Greco responde, según Marías, al abatimiento en una España que acababa de sufrir el desastre de 1898 y estaba necesitada de emblemas.
«No era católico ni toledano, era un griego que nunca quiso ser español y que nunca habló bien nuestro idioma. Además los toledanos siempre lo consideraron un extranjero», señala Marías.
«Su conversión en El Greco, con una forma italianizada de su nombre, y el intento de españolizarlo son producto de una historiografía nacionalista de finales del siglo XIX», añade.
No fue místico ni un artista torturado, seguramente no solo no fue católico, sino siquiera creyente, y no era astigmatismo lo que le hacía alargar las figuras.
Lo que sí fue El Greco fue un maestro de la modernidad que transgredió las reglas del Renacimiento, buscando un universo original y propio. «Es el maestro que más influye en la cultura pictórica del siglo XX», apunta Gregorio Marañón, presidente de la Fundación El Greco y nieto del reconocido humanista del mismo nombre que fue clave en su día para consolidar la recuperación del pintor.
Manet y Cézanne, en el siglo XIX, lo toman en consideración. Su influencia en Picasso y el cubismo fue capital. Su relación se extiende a los expresionismos centroeuropeos, entre ellos Kokoschka y Beckmann, y al surrealismo. Y también influyó en los artistas americanos, sobre todo en Orozco, Matta y Pollock.
A día de hoy, su obra sigue siendo objeto de análisis y debate. Y 400 años después de su muerte se mantiene también la incógnita de por qué emigró a España.
Había nacido en 1541 en Candía, la capital de una Creta que pertenecía a Venecia. Trabajó como pintor de iconos un tiempo y luego se fue a Venecia, donde aprendió de Tiziano, y a Roma, donde estudió a Miguel Ángel.
A España llegó en el último cuarto del siglo XVI. Hay quien cree que quiso formar parte del equipo artístico de El Escorial de Felipe II, pero nadie ha podido demostrarlo. Fuera como fuera, acabó estableciéndose en Toledo para los 37 años de vida que le restaban.
En 1577 recibió de la catedral de Toledo su primer encargo en la ciudad: «El expolio». De cerca de dos por tres metros, el retablo luce en la sacristía y ha sido restaurado en el Museo del Prado, en Madrid, para su exhibición en el marco del aniversario.
El lienzo de Cristo despojándose de sus vestiduras sobre el calvario es, junto a «El entierro del conde de Orgaz», una de sus máximas obras. De su taller salieron tantas que en la actualidad siguen existiendo enigmas sobre qué salió de su pincel y qué de los de sus discípulos. Él firmaba todo, tanto lo propio como lo que supervisaba.
Por Sara Barderas