Veinte años después del genocidio, Ruanda aprende a perdonar

20 años después del  genocidioKigali, 4 abr (dpa) – Han pasado 20 años desde que Ruanda se hundió en el horror y la muerte con un genocidio que dejó más de 800.000 tutsis y hutus moderados muertos en sólo 100 días y que sigue marcando la imagen del país. Algunos elevan la cifra de víctimas a un millón, convirtiendo lo ocurrido en un caso comparable al Holocausto o al genocidio de los Jemeres Rojos en Camboya.

El 7 de abril están previstos actos en el memorial central en Kigali y en el estadio nacional de la capital, con invitados internacionales. En iglesias y escuelas que presenciaron lo ocurrido se celebrará diversas ceremonias y durante una semana no habrá bodas, cerrarán los clubs nocturnos y se prohibirá toda reunión festiva.

Pero dos décadas después de que las milicias apoyadas por el gobierno salieran a las calles para sembrar la muerte con machetes, hachas o porras, la población mira hacia adelante. ¿Dónde ha quedado todo ese odio?, se preguntan todos los que visitan hoy en día este país situado entre las selvas de Congo y la sabana tanzana.

Ruanda se ha transformado en un Estado ejemplar del este de África y hoy en día es un limpio, seguro y pintoresco «país de las mil colinas». Ya en el aeropuerto se obliga a los viajeros a dejar todas las bolsas de plástico que lleven y que están prohibidas desde 2008, algo único en todo el continente.

La gente vive concienciada con el cuidado del medio ambiente y de forma pacífica hasta el punto de que a aveces la tranquilidad que emite incluso la capital Kigali parece irreal. La tropical Ruanda es en 2014 un país verde en el sentido más literal, que busca la conexión con el resto del mundo y que quiere establecerse como centro del sector informático en la región.

Un panorama bien diferente al de 1994, cuando en Ruanda no había ordenadores ni teléfonos móviles y donde los llamamientos de ayuda a la comunidad internacional y la ONU no fueron escuchados.

«Ni la secretaría de la ONU, ni el Consejo de Seguridad, los Estados miembro o los medios de comunicación prestaron la atención necesaria a las señales que anunciaban la catástrofe», reconoció mucho después el entonces vicesetario general al frente de las intervenciones de paz de la ONU Kofi Annan. «La gente mataba a sus vecinos y lugares de refugio como iglesias u hospitales se convirtieron en mataderos. La comunidad internacional fracasó en Ruanda».

Para la mayoría que veía desde Europa las imágenes de las víctimas mutiladas en las noticias de televisión, se trataba solo de otra guerra civil en África, de muertos anónimos en un país lejano. El trasfondo no estaba claro y la dimensión del sufrimiento no se comprendía.

Pero las víctimas tenía nombre, familias, esperanzas y sueños. Como Serafine, de entonces 34 años, que perdió a 50 familiares y cuya supervivencia en el sur del país fue casi un milagro. Habla tranquila, mientras sus ojos se pierden a lo lejos. «Sólo estoy viva porque dios me ayudó», cuenta.

O como Agnes Mukamana, que el 11 de abril de 1994 tuvo que ver cómo asesinaban brutalmente a su padre y después perdió la pierna derecha en una taque con granadas de los hutus. O Richard Gakuba, que tenía siete años cuando sus hermana menor fue decapitada, dos hermanos mayores murieron de una paliza y su padre a golpe de machete. Otros fueron desplazados a los pantanos al este de Kigali, donde murieron de malaria, por picaduras de mosca tse-tse o ataques de cocodrilos.

Los supervivientes tienen algo en común: no quieren volver a utilizar las palabras tutsis y hutus. Como mucho hablan de los «T» y los «H», pero sólo contra su voluntad. «Hoy incluso los niños aprenden en las escuelas que todos son ruandeses y que no hay división étnica», explica Richard.

Fue la potencia colonial belga quien prescribió la adscripción a etnias en el carnet de identidad. Anteriormente ya habían surgido tensiones esporádicas entre la mayoría hutu, compuesta sobre todo por agricultores y la minoría tutsi, tradicionalmente ganaderos. Pero con la obligada pertenencia a una «raza» escalaron las disputas.

A comienzos de los 90, el gobierno hutu decidió solucionar de una vez por todas «el problema tutsi». Y no se trataba de una victoria, sino de una aniquilación total. Todo se forjó con la ayuda de una muy bien preparada maquinaria propagandística que insultaba a los tutsis en la radio y llamaba a su asesinato y se crearon incluso listas de la muerte.

Todos sentían que algo drástico pasaría para justificar el genocidio: el 6 de abril de 1994 el avión del presidente Juvénal Habyarimana, que viajaba con su colega de Burundi Cyprien Ntaryamira, fue derribado sobre Kigali por un misil tierra-aire. Aún no se sabe quién fue el responsable, pero lo que es seguro es que fue el pistoletazo de alida para que las milicias hutu pusieran en marcha sus proyectos de genocidio.

Hasta mediados de julio salieron en masa en todo el país sembrando la muerte, hasta que el ejército tutsi rebelde Frente Patriótico Ruandés (FPR) liderado por Paul Kagame controló el país. Desde 2000, Kagame, de hoy 56 años, preside el país, y pese a que muchos consideran su estilo de gobierno dictatorial, desde entonces se ha mantenido la paz.

«Muchos han reconocido su culpa y pedido perdón», señala Eric Mahoro, director de la organización de derechos humanos Never Again Rwanda.

Kagame lidera un gobierno en minoría que incluye a todas las etnias y con un amplio programa intenta convertir Ruanda de un Estado agrario a un país competitivo, mejorar la tecnología y las infraestructuras. Además el país explota sus tesoros naturales económicamente: para ver los gorilas del parque nacional de los Volcanes hay que pagar 750 dólares (543 euros).

Y pese a los retos que sigue afrontando Ruanda, el 7 de abril, cuando se cumple el vigésimo aniversario del genocidio, el país mostrará su unidad. Todos los ciudadanos de todas las capas sociales y lugares recordarán a las víctimas de 1994, porque aquella matanza no hizo distinciones y casi todos, de una forma u otra, resultaron afectados.

Por Carola Frentzen