ROMA (dpa) – Poco antes de morir, Pietro Rava, el último de los miembros del equipo campeón del mundo de 1938, recordó cómo el fútbol en aquellos años de preguerra era una cuestión más política que deportiva para la Italia de Mussolini.
«Estábamos en pleno fascismo, y sobre todo estábamos todos impregnados de un gran espíritu fascista», contó en una entrevista con el diario «La Stampa». «Teníamos que jugar para ganar. No valían las excusas. El Duce estuvo claro y preciso: debíamos conseguirlo sobre todo por el régimen, por encima incluso de la propia satisfacción personal».
Rava, que murió a finales de 2006 con 90 años, poco después de que Francesco Totti levantara en Berlín la cuarta Copa del Mundo para su país, era un lateral izquierdo «rocoso y potente», según lo describían las crónicas de la época.
A lo largo de su fructífera carrera, la mayor parte de ella en la Juventus y en la selección italiana, logró numerosos títulos, entre ellos una combinación única: campeón mundial, olímpico (en Berlín 36), del «scudetto» y de la Copa de Italia. En Francia 38 fue titular en los cuatro partidos de su selección.
Debutó en la «Nazionale» en abril de 1937, en una victoria por 2-0 ante Hungría. Y se hizo con un puesto de titular que ya no abandonaría hasta que la Segunda Guerra Mundial, con seis meses de voluntario en el frente ruso incluidos, frenase su carrera.
Antes del conflicto, Rava tuvo tiempo de ganar un Mundial, pero no fue sencillo. En el plano deportivo Italia llegaba a Francia como una defensora del título cuestionada. Su triunfo cuatro años antes en casa había estado marcado por la polémica y por las sospechas de manejos extraños.
Pero los mayores problemas llegaron del lado político. El mundo se dirigía inexorablemente hacia la guerra y la belicosa Italia de Mussolini, el más cercano aliado de Adolf Hitler, era mirada con recelo por muchos países.
Mussolini había logrado su objetivo propagandístico con la victoria en «su» Mundial, pero cuatro años después quería más. Uno de los países más recelosos de Italia era Francia, el anfitrión del Mundial. Y los jugadores italianos lo notaron pronto.
«Los franceses no nos querían mucho a causa de nuestro régimen fascista, y nuestro ingreso en el campo de juego en el primer partido, en Marsella contra Noruega, estuvo acompañado de silbidos ensordecedores».
Pero cuando la política dejó paso al fútbol y el balón se puso a rodar, los «azzurri» demostraron que su fútbol era muy superior, aunque necesitasen de la prórroga para doblegar a los noruegos. El entrenador, Vittorio Pozzo, y algunos jugadores, encabezados por Giuseppe Meazza, eran los mismos, pero su estilo era muy distinto:estaban dispuestos a borrar las dudas que su título en 1934 había generado.
El siguiente rival fue Francia, el anfitrión. «Los propios franceses se habían conjurado para el encuentro directo en París, pero nosotros, muy modestamente, éramos decididamente más fuertes que ellos. Vencimos gracias a dos goles de Piola».
«Después superamos al presuntuoso Brasil en semifinales, y a la fortísima Hungría en la final. Y al final llovieron los aplausos, no hubo más silbidos».
En el decisivo choque ante los húngaros, una selección que entonces «bailaba» a sus rivales, había mucho más que un solo partido de fútbol en juego. Rava tenía apenas 22 años, pero asegura que no sintió miedo. «Rotundamente no. Aunque claro, estaba tan concentrado en enfrentarme a los húngaros que quizá puede que lo sintiera y no me enterase…».
Tras la final, Rava difícilmente podía creer el triunfo.»Significaba todo. Es la mayor satisfacción que un jugador puede tener en su vida. Yo la tuve, y creo que eso es mucho».
En aquel momento, la satisfacción se vio materializada en el viaje triunfal de regreso a casa. «Volvimos en tren. ¡Era 1938, no como ahora que se viaja a todas partes en el avión privado del club o de la Federación! La primera etapa de nuestro trayecto nos llevó a mi Turín, por obvios motivos de vecindad fronteriza. En Turín fuimos recibidos en Porta Susa por nada menos que mi padre, que era el jefe de estación».
Una visita entre todas era imprescindible. «Después fuimos recibidos en Roma por el Duce en el Palacio de Venecia. Mussolini nos recompensó por los servicios prestados a la patria. Mi compensación fue un diploma y un premio de 8.000 liras. Con ese dinero me compré un coche nuevo, un Topolino 9500. ¡Eran otros tiempos!»
Por Gonzalo Espáriz