El Museo del Espionaje, porque más allá de la NSA hay todo un mundo de sorpresas

EL_MUSEO_DEL_ESPIONA_37006009WASHINGTON (dpa) – Mucho antes de que el mundo supiera lo que se esconde tras las siglas NSA; mucho, mucho antes de que Edward Snowden se convirtiera con sus filtraciones en la peor pesadilla de un mundo tan secreto como la inteligencia, el espionaje era ya una tarea constante y en casos sensiblemente más rudimentaria, aunque igualmente secretista y exponencialmente más peligrosa.

En la capital de Estados Unidos, Washington, a escasos metros de otro de los edificios más secretos del mundo, las oficinas del FBI, un pequeño museo se dedica exclusivamente a mostrar qué es un espía, cómo se forma, cómo trabaja y, sobre todo, cómo logra sobrevivir. O no.

«Nuestra tarea es juzgar sus habilidades, no su trasfondo político, juzgar sus aptitudes, no sus lealtades», advierte el cartel que da la bienvenida al recinto.

Aunque su nombre no deja nada al misterio, Museo Internacional del Espionaje, visitarlo puede resultar toda una experiencia empírica que, en unos tiempos donde la palabra «espionaje» resulta casi un insulto, recuerda que a esa profesión siempre conllevó una buena dosis de misterio, aventura, y hasta romanticismo.

Una experiencia que comienza desde el mismo momento en que se pone el primer pie en el museo, y que teletransporta al visitante a un mundo donde se entremezclan la realidad y lo mejor de las novelas y películas de acción y espionaje.

Y es que si bien Washington no es Hollywood, si hay algo que no le falta a la capital estadounidense, aparte de políticos y «lobbystas», son referencias cinematográficas clásicas.

Y el Museo del Espionaje, situado también a las puertas del barrio chino de Washington -que luce más falso que cualquier set cinemátográfico-, sabe aprovechar el ambiente, como hizo durante el despliegue de una reciente muestra sobre los «malos» de la serie de James Bond, incluido el pérfido Raoul Silva de la última entrega de la saga, encarnado por el español Javier Bardem.

El museo hace por un lado un repaso de la historia del espionaje mundial «desde los tiempos bíblicos hasta el siglo XX» y resalta figuras míticas de los círculos más secretos y conspirativos como el cardenal Richelieu, inmortalizado por Alejandro Dumas en «Los Tres Mosqueteros», o la famosa Mata Hari ejecutada por espionaje durante la I Guerra Mundial.

Y entre sus múltiples tesoros, despliega con orgullo desde una carta de George Washington fechada en 1777 por la que autoriza una red de espionaje en Nueva York hasta una de las míticas máquinas «Enigma» que los nazis usaban durante la II Guerra Mundial para codificar sus mensajes hasta que los aliados lograron romper el código, dando un giro radical al conflicto.

En diversas grabaciones y cintas, espías «de verdad» cuentan su historia o cómo lograron consumar operaciones tan arriesgadas y hasta disparatadas como la huida organizada de un grupo de diplomáticos estadounidenses tras la revolución islámica en Irán en 1979 que el actor y director Ben Affleck inmortalizó hace dos años en la oscarizada «Argo». En el museo washingtoniano se pueden hallar también algunos de los objetos originales que se usaron en la trama.

La realidad supera más de una vez a la ficción en otros artefactos usados en el espionaje de las últimas décadas, sobre todo durante el máximo apogeo de la Guerra Fría.

A lo largo de las estanterías y vitrinas de un museo que se enorgullece de poseer la colección «más grande de artefactos de espionaje jamás mostrados en público», se multiplican los aparatos más insólitos: equipos de escucha instalados en falsos troncos de árbol, cámaras de fotos escondidas en paquetes de tabaco o hasta una pequeña pistola disimulada en una falsa barra de labios (la famosa pistola «el beso de la muerte», usada por agentes del KGB).

Y también, al más puro estilo del «Superagente 86» («Get Smart») de la mítica serie satírica de los años 60, un «zapatófono» real en el que -de nuevo los ingeniosos técnicos del KGB- instalaron un transmisor, micrófono y hasta baterías en el tacón del zapato de un diplomático occidental para escuchar sus conversaciones y encuentros.

No en vano el museo, inaugurado en 2002 tras seis años de trabajos e investigación, contó con el asesoramiento personalizado de los que más saben del tema: ex directivos o altos miembros del FBI, de la CIA, del soviético KGB o el británico MI5, entre otros.

Por si alguien osara aburrirse, en casi cada sala los visitantes pueden poner a prueba sus habilidades como espía con juegos interactivos como los que animan a desactivar una bomba en escasos segundos. «¡No la fastidies, el mundo cuenta contigo!», alertan las instrucciones de la «misión», mientras que en otra habitación se reta a descubrir en una serie de imágenes quién está espiando a quién.

Y para los que siempre se preguntaron si serían capaces de aguantar, como hacen los héroes de acción, colgados de una grúa o de un rascacielos sin caer, la máquina «Tu momento James Bond» permite poner a prueba las habilidades físicas del visitante.

Una de las empleadas del museo anima a los que se detienen ante esta «misión» a aferrarse a una barra que deja al osado visitante suspendido en el aire -a escasa altura, eso sí- mientras aumenta el viento en su contra y un reloj cuenta los segundos en que el valiente logra desafiar los «elementos» (suelen ser escasos).

Quien piense que las actividades están copadas por los más pequeños se equivoca: muchas de las máquinas y «misiones» son «cumplidas» por cuanto menos niños grandes que se divierten igual o más con los menores a la hora de probarse como espías, llegando a olvidar quizás por un momento las sombras de sospecha que las actividades de la NSA han arrojado sobre una profesión tan antigua como, pese a todo, todavía llena de intriga y atracción.

Por Silvia Ayuso