Asunción, 21 abr (dpa) – Sin tierra, con pocas semillas, poca agua y poca energía eléctrica, los pequeños campesinos resisten en Paraguay a lo que consideran un plan gubernamental para eliminarlos y no esperan que eso cambie tras las elecciones generales de este domingo.
“El futuro así mirado es negro, pero tenemos que resistir porque si no, sería más negro”, dice Carlos Aguilar, miembro de la dirección del Frente Nacional Campesino (FNC), una organización que lucha por una reforma agraria en este país sudamericano.
A sus espaldas se extiende una franja de 500 metros de largo por unos 30 metros de ancho de tierra roja, salpicada de casas precarias, donde residen las 50 familias que conforman la comunidad hortícola Isla Pacú, en el Departamento (provincia) Central. Esa es la única tierra que poseen. Las seis hectáreas que cultivan, a ambos lados de la franja, son alquiladas.
Se estima que en Paraguay -donde el 40 por ciento de los casi siete millones de habitantes reside en el campo- hay 18 millones de hectáreas de tierra cultivable, pero el 80 por ciento de esa tierra está en manos del dos por ciento de la población.
Igualmente, no hay catastros oficiales y suele haber dos títulos de propiedad para una misma tierra, porque los papeles se venden al mejor postor y más de una vez.
Las familias que no tienen tierra y no pueden pagar un alquiler se asientan a la vera de los caminos o viven de la solidaridad de otros pequeños productores.
El emblema de la lucha ante la concentración de la tierra son las ocupaciones. Los terrenos a ocupar se eligen cuidadosamente, teniendo en cuenta la envergadura del latifundio y cuántas familias sin tierra hay en la zona.
Los preparativos llevan hasta un año porque incluyen acopio de comida surgida de varias cosechas y también la preparación de los elementos de resistencia que usarán ante la represión policial.
“Preparamos ondas para tirar piedras, palos de madera que llamamos ‘símbolos’, aceite usado de automóviles y también madera para armar barricadas y quemar cuando nos tiran gases lacrimógenos”, cuenta a dpa Teodolina Villalba, secretaria general de la FNC.
A veces hay muertos. Los campesinos, incluyendo mujeres y niños, se repliegan y al poco tiempo vuelven a ocupar. Y así, las veces que sea necesario hasta lograr que el Gobierno ceda y les entregue al menos una porción de las tierras ocupadas, muchas de las cuales están abocadas al cultivo de soja.
Los sojeros, por su parte, tienen otras estrategias, según denuncian los pequeños productores. Cuando los campesinos están a punto de cosechar su mandioca o su poroto, riegan con glifosato y la cosecha queda arruinada. Además, contratan a civiles armados para expulsar a los campesinos e incluso quemar sus viviendas.
Son dos modelos de producción que luchan cuerpo a cuerpo, sólo que con desventajas de recursos: el de la soja de exportación y el de la producción de alimentos para el consumo nacional. Paraguay es el cuarto exportador de soja del mundo, pero importa el 90 por ciento de los vegetales que consume.
Igualmente, la falta de tierra no es el único problema. A éste se suman la escasez de agua, luz, infraestructura en general y el difícil acceso a las semillas.
“Mirando nuestros pozos, mirando nuestras cañerías, te dan ganas de llorar. No tenemos nada”, dice el campesino César Rivero, intentando encontrar en español las palabras que naturalmente le salen en guaraní, la lengua indígena que se habla en esta zona, a poco más de una hora de la capital, Asunción.
Rivero cuenta que los pozos de agua de 30 metros de profundidad se hacen a mano, pero que éstos se secan en verano cuando el termómetro pasa los 40 grados centígrados o cuando las grandes plantaciones se chupan toda el agua con pozos más profundos. También se turnan para usar las bombas extractoras porque si no, se quedan sin luz.
Al momento de comprar las semillas, muchas veces no encuentran reservas en el mercado porque son importadas y las acaparan los grandes productores.
“No se habla de todo esto porque el Estado tiene una política intencional de eliminar al campesino. Entonces, lo primero que hace es invisibilizarlo”, denuncia Aguilar, quien dice que los sucesivos gobiernos han representado siempre los intereses de los grandes capitales.
Por eso, en Isla Pacú poco importa quién gane las elecciones del 22 de abril. Votar por el candidato oficialista a la presidencia, Mario Abdo Benítez, del Partido Colorado, significa perpetrar «el continuismo» tras más de seis décadas en el poder. El candidato opositor Efraín Alegre, de la Alianza GANAR, no es más que “perfumar a la oligarquía”.
Para ellos, la única salida posible es la organización popular, la fuerza del pueblo organizado. Por eso, este domingo van a anular el voto, tachando con una cruz la cara de los candidatos.
Por Ivonne Jeannot Laens (dpa)