Madrid, 30 ago (dpa) – Empezó como aprendiz en un pequeño taller y su afinada aguja fue enamorando poco a poco a algunas de las mujeres más elegantes del mundo. Manuel Pertegaz vivió apasionado por la moda femenina hasta su muerte, a los 96 años, y se convirtió en uno de los iconos de la alta costura española.
A lo largo de su carrera vistió a grandes estrellas de Hollywood, como Ava Gardner o Audrey Hepburn, y a algunas de las mujeres más influyentes del momento, como la primera dama estadounidense Jacqueline Kennedy.
«Me gustaba físicamente y sobre todo porque andando el tiempo lograría, con su personalidad, desencorsetar a la mujer americana», dijo Pertegaz en una ocasión de ella, dejando entrever su concepción de la moda.
En 2004, ya con 86 años, le llegó uno de los encargos más importantes de su carrera: vestir a la reina Letizia en su boda con el entonces príncipe Felipe, heredero de la Corona española.
Aquel vestido blanco tunecino de seda natural y cuello corola dio la vuelta al mundo y se convirtió en el broche de oro de una trayectoria repleta de reconocimientos. Ese mismo año, recibió la Aguja de Oro honorífica, el más prestigioso galardón de la moda española.
Pertegaz supo conjugar elegancia, perfeccionismo, innovación y sofisticación. «Autodidacta a la fuerza», como él mismo se definió, fue considerado precursor por estrechar la mano al «prêt-à-porter» en la década de los 70.
«No podíamos despreciar lo que ofrecía y era interesante para los que estábamos en la costura, pues se mejoraban y se alimentaban mutuamente ambas cosas: alta costura y ‘prêt-à-porter’», explicó tiempo después.
Sus orígenes fueron humildes. Nació en 1918 en Olba, un pequeño pueblo de la provincia de Teruel, en el interior de España. A los diez años se trasladó con su familia a Barcelona (noreste) y a los 13 abandonó los estudios para empezar a trabajar en la sastrería, donde puso los cimientos de su carrera meteórica.
Con 25 años abrió su primera tienda de alta costura en Barcelona y cinco años más tarde, en 1948, sus diseños llegaron a Madrid.
En la década de los 50 empezó a ser reconocido internacionalmente. Viajó a Estados Unidos junto a otros grandes modistos como Valentino o Pierre Cardin y allí presentó su colección en Nueva York, Boston, Atlanta y Filadelfia.
América sucumbió al estilo «Pertegaz» y poco después sus diseños saltaron a los escaparates de las mejores tiendas del país.
En 1957, a consecuencia de la repentina muerte de Christian Dior, el diseñador español recibió una oferta para ser su sucesor en París, pero tras sopesarla decidió quedarse en España.
«En esos días (…) no dormí y rememoré mis comienzos, cuando me ataban el dedo en la sastrería, el dedal… Valoré lo que tenía y dije ‘no’», explicó el diseñador español en una entrevista.
A finales de la década de los 60, tenía cinco tiendas y en sus talleres trabajaban más de 700 personas.
«La moda es oscilante por naturaleza y yo he conjurado siempre mi timidez con lo que hago: esta profesión que absorbe, que exige sacrificio y dedicación total. La moda no es lo frívolo, no son lacitos ni todo vale. Sigo diciendo ‘no a la extravagancia’», dijo.
Su manera de entender la moda caló entre el gran público gracias al famoso vestido turquesa que lució la cantante española Salomé en su aclamada actuación en el popular festival de Eurovisión de 1969, confeccionado en porcelana y con un peso de 14 kilogramos.
«El vestido de Pertegaz era una obra de arte, hecho a mano, con los canutillos de porcelana», llegó a decir de él la artista.
El diseñador español recibió numerosos reconocimientos a lo largo de su carrera, tanto dentro como fuera de su país.
Entre ellos, el «Oscar de la Costura» de la Universidad de Harvard, la Medalla de Oro de Berlín, la Medalla de Oro de Boston, el Premio Nacional de Diseño de Moda o la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes, que le entregaron en 1999 los reyes de España Juan Carlos y Sofía.
Con casi 80 años, decidió abrir su taller a la moda masculina. Pero su pasión siempre fue vestir a las mujeres: adaptar los diseños a su cuerpo, y no al revés, fue la máxima de este exquisito autor de «joyas» que quedan ya para la posteridad.
Por Ana Lázaro Verde
