Dnipropetrovsk, 28 mar (dpa) – Al ver marchar a las tropas prorrusas en la ciudad de Eupatoria, Shanna y Jakov necesitaron pocas horas para decidirse a huir. «Algunos amigos de Sebastopol ya nos habían advertido», explica Shanna. Así que ese día toda la familia se subió en el primer tren que partió de la península de Crimea con dirección al resto de Ucrania.
Desde hace tres semanas, este matrimonio, su hija Katia y hasta su gato viven en un hotel de Dnipropetrovsk, junto a otros refugiados de Crimea. La habitación con dos camas que habitan es minúscula. En ella tienen un refrigerador, un hervidor de agua y su computadora, su fuente de información. Desde el balcón puede verse la caudalosa corriente del río Dniéper.
«La gente no ha salvado sus cosas, sino a sus gatos», explica Shanna, de 38 años. Así, en el hotel Dnipropetrovsk cuatro gatos crimeos conviven con siete familias. En otros hoteles de la ciudad centroucraniana se alojan otras familias, mientras que algunas residen junto a familiares o amigos.
Tras la anexión de Crimea a Rusia, Ucrania debe lidiar con la oleada de desplazados procedentes de la península. Según las autoridades, hasta ahora hay unos 3.000 desplazados. Pero el ex presidente del Consejo de los tártaros de Crimea Mustafa Dhemilev asegura que al menos 5.000 personas de su etnia huyeron, la mayor parte mujeres y niños. Muchos de los refugiados se dirigieron al oeste de Ucrania, a las regiones de Lviv e Ivano-Frankivsk.
Antes de la huida, los refugiados recibieron muchas amenazas. «Hubo llamadas diciendo que nos matarían. La gente intentaba entrar en nuestra casa», explica Shanna, que en Eupatoria se dedicaba a organizar fiestas y cumpleaños y además estaba implicada en el movimiento de oposición ucraniano.
Su marido, Jakov -carpintero y fotógrafo- viajó en tres ocasiones a Kiev para manifestarse en la plaza Maidán contra el ahora derrocado presidente Viktor Yanukovich. «Nosotros, es decir, la mayor parte de los ucranianos, queremos cambiar el sistema que fue erigido en los últimos 20 años, sobre todo con Yanukovich», afirma.
«Cuando se supo que yo apoyaba el Maidan, incluso algunos amigos íntimos se convirtieron de repente en enemigos», explica al diario «Segodnja» el fotógrafo Jevgeni Klimenko, otro de los refugiados. «Recibí amenazas de que se saldarían cuentas con quienes hablan ucraniano», relató. Así que salió de Crimea junto a su hija de cinco años, Eva.
Los refugiados viven de donativos. «Un gimansio nos da de comer», dice Shanna. Y la habitación de hotel la costean empresarios locales. Su hija Katia acaba de ser aceptada en una escuela. Mientras tanto, los padres buscan trabajo y también necesitarían una casa. Su estatus como refugiados dentro de su propio país sigue sin estar claro.
Esta familia recaló en Dnipropetrovsk por casualidad. Shanna pidió ayuda a través de Facebook y un tal Boris Filatov contestó: «¡Vengan aquí!». Este abogado, empresario y periodista es desde el 4 de marzo vicegobernador de la zona. El gobernador es el millonario oligarca Igor Kolomoiski.
Esta región industrial, donde mayoritariamente se habla ruso, se ha mantenido tradicionalmente contenida ante las revueltas ucranianas. Pero su voz tiene peso, ya que es el centro de la metalurgia, la construcción de maquinaria y la tecnología atómica del país.
En Dnipropetrovsk hubo manifestaciones a principios de marzo, pero el vicegobernador Filatov logró, según sus palabras, cerrar un acuerdo con siete partidos, tres de derechas y cuatro prorrusos. «El memorándum descarta cualquier tipo de disputa violenta», explica. A partir de entonces, volvió la tranquilidad.
Los desplazados no cuentan con poder volver pronto a Crimea. Allí quedaron sus casas, sus pertenencias, sus relaciones sociales. «Todo se quedó allí», dice Shanna. Su marido, Jakov, cree que Crimea será rusa durante mucho tiempo: «No se la recupeará tan rápido».
Por Friedemann Kohler