Sydney (dpa) – Son tan representativas de Australia como los canguros, la Ópera de Sydney o Cocodrilo Dundee: las piscinas oceánicas. De agua marina y en plena costa o playa, muchas de ellas ofrecen espectaculares vistas panorámicas, separadas del mar abierto tan solo por un fino muro de hormigón.
Nadar en una de estas piscinas tiene tres grandes ventajas: no hay corrientes, ni olas ni tampoco tiburones. El próximo verano austral, que comienza en apenas mes y medio, las legendarias piscinas oceánicas australianas cumplen 200 años.
Su «creador», James Morisset, un teniente general inglés, comandante de Newcastle -en la costa Este de la por entonces todavía colonia penal británica-, decidió en el verano de 1819 que necesitaba un lugar privado en el que darse un chapuzón.
Así que ordenó volar una parte de costa rocosa, en cuyo hueco resultante los convictos construyeron la deseada piscina oceánica. Hoy en día Australia alberga más de un millar de estas construcciones acuáticas.
También conocida como «el agujero de Bogey», la de Newcastle es una de las más pequeñas: 6,5 metros de largo por 10 metros de largo, con un promedio de metro y medio de profundidad. Ni comparación con la piscina más famosa: el «Icebergs» en Sydney, junto a la mundialmente famosa playa de Bondi.
Allí puede uno zambullirse en una piscina de dimensiones casi olímpicas, con 50 metros de largo y ocho carriles de ancho. La entrada cuesta cinco euros. Dada la popularidad de sus imágenes en Instagram, cada vez es más visitada por turistas -bien para nadar en ella, bien para fotografiarla-.
Más complejo es convertirse en miembro del «Club Bondi Icebergs». Para ello, hay que superar una prueba de acceso que consiste en nadar en ella como mínimo tres domingos de cada cuatro durante los meses del invierno austral -de mayo a septiembre- durante cinco años consecutivos.
Para que no sea una tarea demasiado sencilla, cada vez que comienza la temporada invernal se lanzan bloques de hielo al agua salada -aunque sin ellos también estaría fría-. Además, no es inusual que las olas rompan con fuerza contra el muro que separa la piscina del mar abierto.
De ahí que, según cuentan los experimentados, nadar en piscinas oceánicas sea a veces como hacerlo en una lavadora. Sin embargo, en otras ocasiones la experiencia puede ser tan relajante como sumergirse en una gran copa de champán.
Kenton Webb, sabe de lo que habla: este sidneyés de 49 años está llevando a cabo un ambicioso proyecto, que consiste en bañarse en 1.000 de estas piscinas y nadar 1.000 metros en cada una de ellas. Ya lo ha hecho en 521.
«¿Qué me gusta de las piscinas marítimas?», se pregunta retóricamente en voz alta, «el sabor a mar, sus colores: verde, azul, turquesa, el blanco de la espuma cuando llega una ola», contesta. Y añade: «sus aguas cristalinas, se puede ver la arena del fondo».
La mayoría de las piscinas oceánicas fueron construidas en los años 20 y 30, como parte de los proyectos gubernamentales ejecutados durante la crisis económica. Era una época en la que gran parte de la población no sabía nadar y por tanto no se atrevía a meterse en el mar. A eso hay que añadir el miedo de los bañistas a los tiburones.
En las piscinas marítimas las probabilidades de encontrarse con un escualo son mínimas, si bien es cierto que cada ciertos años el mar abierto empuja a algún ejemplar al otro lado del muro.
En octubre de 2017, por ejemplo, una mujer cogió en brazos a un tiburón de un metro de largo que había sido arrastrado a la piscina en la que ella se estaba bañando y lo devolvió al océano.
La última de estas instalaciones fue construida en 1969. A partir de entonces muchas ciudades australianas prefirieron construir piscinas cubiertas, que se pueden utilizar durante todo el año, en lugar de las marítimas al aire libre.
Sin embargo, actualmente parece que se han vuelto a poner de moda. Hay proyectos -algunos de los cuales ya están muy avanzados- para construir más de una decena en comunidades costeras. La arquitecta Nicole Larkin de Sydney muestra en una página web los diseños de hasta 60 piscinas oceánicas australianas en tres dimensiones.
La ciudad de Ballina explica el nuevo interés en ellas: «vivimos en una sociedad que envejece. Las piscinas marítimas permiten tanto a gente mayor como a niños bañarse en la naturaleza sin riesgos».
Además, las piscinas oceánicas al aire libre son mucho más baratas de construir y mantener que las cubiertas que tienen que ser climatizadas y cloradas. En tiempos de cambio climático, algunos también sostienen que los recursos hídricos deberían ser utilizados para mejores fines que la natación.
Al margen de estas discusiones, Kenton Webb tiene previsto nadar durante el próximo año -en el que cumplirá 50- un total de 50.000 metros en 50 piscinas distintas, mil metros en cada una de ellas.
Webb tiene también el propósito de practicar su deporte favorito en Berlín (Alemania), esta vez en una piscina fluvial, el «Badeschiff», en el río Spree. Este australiano estuvo en una ocasión frente a la puerta de las instalaciones pero lo detuvo un cartel que decía: cerrado por reforma.
Por Christoph Sator (dpa)