(dpa) – Diversos investigadores y exploradores surcaron los continentes, aguijoneados por el ánimo aventurero y la sed de conocimiento, y frecuentemente sus viajes se extendieron durante años.
También se pusieron en riesgo y pasaron por experiencias límite. Al allanar nuevos caminos y conocimientos, algunas de estas personalidades provocaron daños en el entorno de sus viajes.
De todas maneras muchos de ellos continúan siendo frecuentemente un ejemplo, pese a algunos fracasos. El viajero o la viajera de hoy puede sacar enseñanzas de ellos.
Alexander von Humboldt: El valor de regresar
«Todos se sentían mal, sentían la necesidad de vomitar. (…) Además nos sangraban las encías y los labios. El blanco de nuestros ojos estaba inyectado en sangre. (…) Todos sentíamos una debilidad en la cabeza, un vértigo constante. (…) A causa del frío no pudimos seguir».
Las anotaciones del frustrado intento de doblegar las alturas del volcán Chimborazo siguen siendo atrapantes. En junio de 1802, el alemán Alexander von Humboldt (1769-1859) se atrevió al primer ascenso de la montaña más alta de Ecuador junto con una tropa de expedición.
Los hombres atravesaron la frontera de las nieves eternas, pelearon con traicioneros picos, apenas sintieron los pies a causa de la helada. Finalmente las peripecias fueron demasiado grandes y los síntomas del mal de altura, demasiado amenazantes.
Claramente por debajo de los casi 6.300 metros de altura de la cumbre, interrumpieron su empresa delante de la grieta de un glaciar.
El fracaso es una palabra que tiene connotación negativa. Pero admitir en medio del viaje que ya no se puede seguir no representa una señal de debilidad, sino de fortaleza.
El triunfo de la razón sobre el acto de fuerza y voluntad no debe implicar una derrota. Mejor emprender el camino de regreso que quedar envuelto en grandes peligros.
Al naturalista y explorador Humboldt le debemos agradecer una gran cantidad de conocimientos valiosos, así como esta lección de viaje, una de las más importantes que puede haber.
Charles Darwin: Fascinación por el milagro de la naturaleza
Corría fines del año 1831 cuando el bergantín «Beagle» partió desde Inglaterra a un viaje de exploración alrededor del mundo, que debía durar unos cinco años.
A bordo viajaba el joven Charles Darwin (1809-1882), que dibujó animales y paisajes con agudeza científica, coleccionó plantas y piedras y recopiló una cantidad innumerable de conocimientos.
Nadie podrá actualmente volver a escribir nuevamente la historia de la biología como lo hizo Darwin en su momento. Ni tampoco se subirá a los caparazones de tortugas gigantes con fines experimentales, como lo hizo el naturalista inglés durante su estancia en el archipiélago de Galápagos.
Pero la obsesión por los detalles y la sincera admiración con la que Darwin se volcaba a estudiar la naturaleza lo convierte en el padrino de este tipo de emprendimientos.
En San Cristóbal, la isla más oriental del archipiélago de Galápagos, el científico emprendió lo que hoy calificaríamos de microaventura («Una noche dormí en la orilla de una parte de la isla») y vio compensadas todas sus penurias por las impresiones que obtuvo: «El día era ardientemente caluroso y arrastrarse sobre la superficie dura y los matorrales, muy fatigoso, pero me vi ampliamente recompensado por este extraño escenario ciclópeo».
El genial investigador de la naturaleza -que inicialmente estudió teología- asimismo se extasió con la «magnificencia de Brasil», la «total elegancia» de Mauricio y el exotismo de Tahití.
Esto demuestra cómo un viaje a latitudes lejanas puede inspirar a cambiar, a crecer, a indagar en la propia voz interior y a llegar a encontrarse con uno mismo. Incluso a través de un desvío por Sudamérica o el Pacífico meridional. Un importante atractivo de viaje en estos días.
Bruce Chatwin: viajar sin prejuicios
Frecuentemente es apenas un detalle el que alcanza para despertar la nostalgia. «En el comedor de la casa de mi abuela había una vitrina, con un trozo de piel en su interior», comienza su clásico de la literatura de viajes «En la Patagonia».
La imagen de ese trozo pequeño, pero grueso y correoso, con mechones de pelo áspero y rojizo, sujeto a una tarjeta mediante un alfiler herrumbroso y que procedía del perezoso gigante Mylodon, quedó grabado en la mente del británico Bruce Chatwin (1940-1989).
Porque despertó un anhelo indefinido, un sueño, así como uno podría actualmente sentirse inspirado por una sola fotografía de Instagram.
Chatwin partió al hábitat del extinto animal: hacia la Patagonia, esa gran región remota de Sudamérica, donde la inmensidad parece absorber todo lo que se mueve en sus confines.
Curioso, pero lleno de delicada sensibilidad, Chatwin conoció a la gente que le abrió sus puertas y corazones. Deambuló, durmió entre jornaleros, se mezcló entre los gauchos e inmigrantes y logró llegar hasta Tierra del Fuego.
No formuló exigencias, ni tampoco juzgó qué era correcto o equivocado. Escuchó sin prejuicios y fue consciente de que él era el forastero, el huésped, que debía ajustarse al país y a sus habitantes y no al revés. Bien podría pensarse que esto constituye hasta hoy el factor decisivo para un verdadero viaje.
Por Andreas Drouve (dpa)