(dpa) – Los mosquitos del verano ya se fueron. También la mayoría de los visitantes. En otoño (boreal) regresa lo que Eveli Jürisson llama «el mayor tesoro de nuestra naturaleza»: el silencio.
La bióloga de 38 años vive con su familia en Muhu, pero trabaja en Saaremaa, la isla más grande de Estonia. Una carretera elevada lleva hasta allí, flanqueada por carrizales y hábitats de aves marinas. Estonia en otoño es un paraíso para los amantes de la naturaleza.
Eveli se entusiasma como todos los isleños resistentes al viento y al clima de este lugar escasamente poblado, donde la naturaleza salvaje se extiende en bosques, lagos, acantilados, playas y mar. Lo único que no hay son montañas.
Cuando en Saaremaa se pone las zapatillas para salir a caminar, lo que más le gusta es la zona pantanosa de Koigi. El sendero hasta allá tiene unos cinco kilómetros de largo. Abedules pubescentes, musgos y un mirador de madera determinan el ambiente.
Desde el mirador se puede ver el lago Naistejärv, sobre el que Eveli sabe una leyenda. A la giganta Piret, la mujer del gran Töll, se le había metido en la cabeza construir un sauna, lo que en Estonia es parte fundamental de la calidad de vida. Para ello acarreó piedras, una de las cuales le cayó sobre el pie causándole dolor, tanto que gritó y estalló en lágrimas. «De las lágrimas de Piret se formó este lago», relata Eveli.
Cargar energía en la naturaleza
En el otoño estonio los días son largos y las temperaturas aún son tolerables, antes de que llegue el invierno con sus días duros y sombríos, hielo y nieve. Entonces Birgit y Thomas Laleicke se refugian en su segunda casa, en Alemania, cerca de Lemgo, y no regresan hasta abril. Esta pareja que promedia los 60 adora Saaremaa. Alquilan casas en árboles cerca del puerto de Soela.
«En Saaremaa uno puede relajarse, sentir la naturaleza conscientemente, con todos los sentidos», señala Thomas, economista jubilado. Habla de baños de bosque y de lugares de una fuerza particular. «Cuando das un paseo por los bosques, sientes la energía positiva que nos regala». Cabe agregar que no solo en los bosques. Si uno mira desde la costa hacia el Mar Báltico, se le abre el corazón y se le expande el alma.
La solitaria playa de Tuhkana, en el norte de la isla, es especial para ello. Durante la breve caminata desde el estacionamiento huele a pinos. Los árboles ocultan la vista, las ramas filtran la luz del sol. Entonces se abre el panorama debajo de un cielo dramático: en las dunas, los pastos se mecen en el viento, y minúsculas rocas se asoman desde al agua en las cercanías de la orilla.
Veranillo en Estonia
Saaremaa tiene apenas unos 2.600 kilómetros cuadrados, no tiene semáforos y está llena de pequeñas atracciones: el cráter de origen meteorítico de Kaali, iglesias medievales y la cancha de fútbol de Orissaare con un roble viejísimo en el medio, alrededor del cual se desarrolla el juego.
Los molinos de viento de Angla muestran cómo estaba equipada toda la isla en su momento. Detrás de los acantilados de Panga, hay pinos torcidos por el viento y en la playa de Ninase muchos montículos de piedra.
El punto más alto de la isla tiene 52 metros de altura y está coronado por el mirador de Rauna. En otoño, explotan los colores de las hojas alrededor en amarillo, ocre y rojo. Veranillo en el Báltico.
Sorbetes de juncos
La mayoría de los 33.000 habitantes se concentran en el sur, en torno a la ciudad de Kuressaare, donde se levanta un emblemático castillo medieval. En un restaurante del puerto, Mihkel Tamm, de 31 años, cuenta su historia.
Porque bloqueaba la vista al mar, delante de su casa cortaba los juncos una y otra vez, hasta que él y su novia Grete tuvieron en 2018 la idea de hacer de ellos sorbetes reutilizables.
Los prototipos se hicieron en la cocina y el garage. Otras ideas surgieron en la naturaleza. «Allí siempre se libera mi espíritu», dice Mihkel.
Lo que siguió fue un desarrollo a toda velocidad: las primeras ventas a través de una acción en Facebook, la adquisición de maquinaria, un premio nacional de diseño, un boom en la demanda, el traslado de la producción del garage a un hangar cerca de Kuressaare. Actualmente emplean a cinco personas y exportan a diez países.
La pareja simboliza una contracorriente, porque muchas veces los jóvenes dejan Saaremaa por falta de perspectivas o salarios demasiado bajos.
El viaje sigue a Hiiumaa
La excursión otoñal por las islas de Estonia sigue rumbo a la segunda más grande, Hiiumaa. El ferry avanza con tranquilidad. A veces el mar lleva un color como si alguien hubiera mezclado algas con plata y plomo. La cubierta de pasajeros ofrece numerosas tomas para teléfonos móviles o laptops, lo que es típico de este país báltico.
Casi ninguno de los habitantes de Hiiumaa cierra su casa o su coche. Todos se conocen y confían unos en otros. Y a nadie le gusta recordar las épocas soviéticas, que terminaron con la independencia en 1990/91. Detrás de la playa de Törvanina había patrullas. En el acceso al faro aún quedan restos de casas y del refugio antiaéreo.
Hiiumaa está repleta de abetos, pinos, robles, castaños, setas y arándonos. Una represa lleva hacia al sur a la isla Kassari. La bahía que hay en el medio está habitada por águilas marinas, cormoranes, garzas y aguiluchos.
La pequeña torre de Linnuvaatlustorn posibilita una vista panorámica. Las próximas estaciones son la pequeña localidad de Orjaku, la capilla Kassari con su tejado de juncos y la península de Sääretirp, que se extiende hacia el mar como una aguja doblada.
Allí desde el estacionamiento parte un sendero, flanqueado por hierbas y arbustos de enebro. El ambiente tranquilo se acompaña del chillido de las gaviotas. El visitante disfruta de la paz y la poesía del momento, lejos de la sobreestimulación.
Por Andreas Drouve (dpa)