Lima, 12 oct (dpa) – El patriarca, Alberto Fujimori, está preso desde la semana pasada en una clínica de Lima, después de que la Justicia anulara el indulto que lo había excarcelado en diciembre, cuando solo había pagado 10 de 25 años de cárcel que se le dieron por 25 asesinatos y dos secuestros.
Ahora su hija mayor y heredera política, Keiko, también está presa, aunque de manera provisional y bajo cargos de lavado de activos y asociación para delinquir, derivados del supuesto manejo de dinero obtenido ilegalmente para su campaña presidencial de 2011, primera de dos en que participó.
El apellido Fujimori, trasladado al Perú por un sastre japonés que inmigró en busca de mejor destino a comienzos del siglo XX, ha estado en los últimos años ligado al liderazgo político nacional, pero también a oscuros episodios de prácticas ilegales.
Tres hermanos de Fujimori padre, Juana, Rosa y Pedro, y el esposo de la primera, Víctor Aritomi, son prófugos de la Justicia, que los reclama desde hace décadas por adueñarse de fondos que japoneses ricos enviaban al Perú, país por el que tenían simpatía por haber elegido a alguien de su sangre como presidente.
Aritomi y los Fujimori viven en Tokio al amparo de la nacionalidad japonesa, por lo que la Justicia peruana no tiene esperanza de echarles mano para resolver el caso que puso por primera vez al descubierto los entretelones oscuros del clan.
La familia pasaba inadvertida hasta fines de la década de 1980, cuando Alberto era rector de una universidad estatal y presentaba en televisión un programa agrícola de mínima audiencia.
Circunstancias singulares permitieron que el desconocido «Chino» llegara a presidente en 1990, sin tener claro qué tipo de Gobierno haría ni cuáles serían sus líneas matrices en política y economía.
Pero aprendió rapido: en 1992, ya con ideas de extrema derecha lejanas del tímido centroizquierdismo de antes, dio un «autogolpe» de Estado, asumió poderes omnímodos y no solo gobernó con mano de hierro, sino que sentó bases políticas e ideológicas que hasta ahora tienen una gran influencia en el Perú.
Destituido en 2000, después de que resultara imposible ocultar más la desbordada corrupción y los atropellos a los derechos humanos, Fujimori quiso hacer de Japón su nuevo hogar, pero una arriesgada jugada de reacercamiento lo puso en 2005 en Chile, país que dos años después lo extraditaría.
La caída del «Chino» marcó el ascenso de la «China». La hija mayor, que había aceptado ser primera dama después de que sus padres se separaran en forma escandalosa, asumió las riendas del sector, tímidamente al comienzo y con mano muy firme después.
Keiko, ahora de 43 años, ha sido dos veces candidata a presidenta (2011 y 2016) y perdió ambas veces por márgenes estrechos. Su partido Fuerza Popular domina el Congreso con su poderosa bancada y es protagonista del acontecer político peruano, algo que quizás no hubiera logrado sin su influyente apellido.
En esa carrera, Keiko se ha ganado muchos adversarios políticos, pero el que más llama la atención es su hermano menor, Kenji, de 38 años, quien ha intentado sin éxito arrebatarle el liderazgo del fujimorismo para darle un rostro algo más amable, aunque sin cambiar las líneas básicas.
La lucha hasta ahora se resuelve ampliamente en favor de Keiko: Ella forzó que Kenji fuera expulsado del Congreso por maniobras que, aunque aparentemente ilícitas, estaban destinadas a lograr la excarcelación del padre, quien demuestra hacia él un cariño que no se expresa de forma tan explícita por la hija.
El benjamín de los Fujimori tampoco está libre de las pericias fiscales. No solo hay indicios de que negoció el indulto del papá, sino que se le investiga por el hallazgo de cocaína en una bodega suya -aunque cedida en alquiler-, caso que compromete también a sus hermanos Hiro y Sachi, ajenos por completo a la política.
Los Fujimori son una marca registrada en la política peruana. De posturas duras y liderazgo firme, acumulan simpatizantes y rivales que los siguen o los repelen con vehemencia.
Por eso a nadie le extraña que con sus dos principales referentes detenidos, el país se muestre dividido frente a las acciones de la Justicia y siga los acontecimientos con una expectación que se le dedica a muy pocos asuntos.
Por Gonzalo Ruiz Tovar (dpa)