Categoría: Mascotas

  • Niños y exfurtivos luchan por salvar la cotorra margariteña, el loro «pirata»

    Niños y exfurtivos luchan por salvar la cotorra margariteña, el loro «pirata»

    5840561wSanta Cruz de Tenerife, 10 ene (EFE).- La cotorra margariteña, el loro que tradicionalmente lucían los piratas sobre el hombro, puede aumentar su población en su Venezuela natal, drásticamente reducida por los furtivos, gracias a la implicación de los niños del lugar y de jóvenes que han abandonado la caza para salvar a la especie.

    El proyecto de recuperación de la cotorra margariteña (Amazona barbadensis) lo promueven la española Loro Parque Fundación y la organización no gubernamental venezolana Provita, que en 2013 han obtenido el resultado más exitoso de su colaboración, con 77 pichones nacidos de este loro de tamaño mediano frente a los 30 o 40 que cabía esperar.

    Los datos los proporciona el director de Loro Parque Fundación, David Waugh, quien explica en una entrevista a Efe que esta cotorra habita principalmente en la venezolana isla Margarita, de la que toma su nombre, así como en la cercana isla de La Blanquilla y en la de Bonaire, que depende de los Países Bajos y en muy pocos sitios en Venezuela continental.

    Este ave vive cerca del nivel del mar en bosques muy secos de zonas semiáridas o áridas, con una vegetación que presenta espinas de gran tamaño para adaptarse a la sequía y como protección frente a los animales que podrían comer sus hojas.

    La cotorra margariteña vive en este hábitat extremo y anida en las cavidades grandes que presentan algunos árboles, detalla el biólogo David Waugh, quien precisa que usualmente se ponen cuatro huevos de una puesta y suelen prosperar tres pichones.

    Sin embargo esta especie, como muchos otros loros, ha sufrido la presión de los cazadores furtivos que sacan los pichones de los nidos para venderlos en el mercado ilegal de mascotas.

    Esta presión ha causado una disminución drástica de la población de cotorras margariteñas y Loro Parque Fundación, propietario de la colección de loros más grande y diversa del mundo, se integró en un proyecto que Provita emprendió hace 24 años para recuperar la población en isla Margarita.

    «Se trata de buscar maneras de disminuir la presión de los furtivos y de proteger este bosque seco tan particular, además de cambiar las actitudes y comportamientos de la sociedad en la zona donde viven las cotorras a través de los niños», afirma Waugh.

    Por ello, el programa se realiza en cooperación con profesores de todos los colegios de la zona, a los que Provita provee de materiales para que la importancia de estas especies y de su entorno sea tenida en cuenta a la hora de estudiar matemáticas, lenguaje o biología.

    Y los niños forman además «brigadas medioambientales» para ayudar a cuidar sus propios viveros de plantas autóctonas y sembrarlas en zonas que han sufrido alguna deforestación.

    «Entienden la importancia de su cotorra margariteña, que es su loro, y se les inculca un sentido de orgullo por su propio hábitat», argumenta el director de Loro Parque Fundación.

    Sin embargo, admite, con los furtivos «es más difícil», pues debe pasar una generación antes de erradicar este comportamiento y ante la crisis, «la gente busca maneras de vivir».

    Pero David Waugh también indica que hay razones para la esperanza, pues el éxito obtenido en 2013 en la supervivencia de los pichones se debe en gran parte al trabajo «duro» de los científicos «y de los parabiólogos» de la zona.

    Los parabiológos son gente local, normalmente jóvenes, que anteriormente habían practicado el furtivismo pero «se han reconvertido a la salvación de la especie».

    Con la ayuda de los biólogos, han aprendido lo necesario para realizar labores de vigilancia y disminuir el furtivismo, pese a que para ellos la situación es difícil, ya que intentan combatir una costumbre que existe dentro de su propia comunidad.

    De hecho, la presión es tan fuerte que los biólogos del proyecto recogían los pichones de los nidos al atardecer y los devolvían al amanecer, de forma que estuviesen en un lugar seguro durante la noche, que es cuando actúan los furtivos.

    Sin embargo, hace tres años un grupo de furtivos descubrió el lugar donde pernoctaban los pichones, entraron armados y los robaron.

    Ello implica que los «parabiólogos» no sólo pueden sufrir el rechazo de su comunidad, sino también exponerse a situaciones peligrosas, aunque tras este incidente cuentan con el respaldo de la Guardia Nacional y de la policía local de la zona.

    Ana Santana.

  • Los últimos «chamanes» de elefantes se extinguen en Tailandia

    Los últimos «chamanes» de elefantes se extinguen en Tailandia

    5830212wBan Ta Klang (Tailandia), 5 ene (EFE).- La caza de elefantes vivos desapareció en Tailandia hace más de cincuenta años, pero un puñado de «chamanes» octogenarios aún recuerda las batidas que otrora abastecieron de paquidermos a los ejércitos del antiguo Siam.

    Miw Saragnam es el «mor chang» («chamán de elefantes») más veterano y experto de la minoría étnica de los kui, quienes no sólo cazaban vivos a los elefantes, sino que aún hoy conviven con estos grandes animales como parte importante de su cultura.

    Antaño, unos cuantos hombres se valían de su destreza transmitida durante generaciones y unas cuantas cuerdas de cuero de búfalo para atrapar a estos mamíferos gigantes en las selvas en las porosas fronteras tailandesas con Laos y Camboya, donde se internaban durante semanas o incluso meses.

    «Capturar elefantes no era peligroso, era muy fácil porque sabíamos lo que hacíamos», señala a Efe Miw, que curtido en la vida rural y silvestre habla de forma franca y escueta.

    Los kui, que hoy habitan el noreste de Tailandia y el sur de Laos, eran los proveedores y «mahout» que montaban los elefantes de los ejércitos del antiguo reino de Siam, hasta que la guerra sobre paquidermos quedó obsoleta a comienzos del siglo XIX.

    La caza de elefantes continuó para nutrir a la industria maderera, que usaba a los animales para arrastrar los pesados troncos de teca o palisandro arrancados de los frondosos bosques que casi habían desaparecido cuando el Gobierno ilegalizó la tala de árboles en 1989.

    Para entonces, la mayoría de los paquidermos utilizados eran domésticos, ya que la caza se interrumpió en Tailandia a finales de los años 50, debido al vertiginoso declive de los ejemplares salvajes y los problemas para cruzar a Laos o Camboya.

    En la actualidad, apenas quedan media docena de «mor chang» o «chamanes» de la minoría kui en Surin, una provincia tailandesa donde los mayores mamíferos terrestres están estrechamente ligados a la tradición y la cultura locales.

    «Claro que me gustaría que volvieran a permitir la caza de elefantes. Soy demasiado viejo, pero de esto sí sé. Pero no creo que sea posible, hace ya mucho tiempo que se prohibió», lamenta Miw, que este año cumplirá 87 años.

    Vestido con una camisa vaquera, pantalones holgados atados con una cinta y sandalias, este veterano cazador camina con parsimonia y sus ojillos nebulosos denotan los años acumulados, aunque mantiene una mente perspicaz y un abundante cabello cano inmune a la alopecia.

    «Los elefantes pueden ser buenos o malos, como las personas. Pero es más fácil enseñar a un elefante que a una persona», es una de sus frases predilectas, enunciada en varias de las entrevistas que le han hecho.

    «La última redada ocurrió cuando yo tenía unos treinta años», rememora este «chamán».

    Entre dos y cuatro kuis enredaban con sus lazos las piernas de los paquidermos, que debían tener al menos tres años, preferiblemente entre quince y veinte.

    Luego domaban poco a poco al animal, con pericia, evitando en lo posible causarle traumas.

    Miw tenía catorce años la primera vez que salió de caza y asegura que no le resultó difícil atrapar su primer ejemplar, ya que había sido adiestrado durante años.

    «A veces atrapábamos catorce, otras veces uno o ninguno», relata el anciano, quien en total participó en unas cuarenta partidas de caza y atrapó una quincena de ejemplares.

    Antes de salir, la expedición celebraba una ceremonia espiritual ante un altar con aparejos sagrados en los que se depositaban ofrendas como licor de arroz, fruta, incienso o la cabeza de un cerdo, algo que ahora sólo realizan cuando un elefante enferma o en fechas especiales.

    Además, los «chamanes» debían seguir los preceptos budistas y evitaban temporalmente otros tabúes como tirar basura por la ventana, utilizar una escoba o emplear palabras soeces para no atraer la mala suerte.

    En todo caso, Miw insiste en que la captura de elefantes requería más pericia que ayuda de los espíritus.

    Una vez terminados los preparativos, uno de los «chamanes» hacía sonar el cuerno de búfalo, que imitaba el barrito del paquidermo, y el grupo partía con sus aparejos y cuerdas.

    Las categorías de «mor chang» oscilan desde los «khrubayai», como se llama a aquellos que han cazado entre diez y quince elefantes, hasta los «mor sadam» (entre seis y diez), «mor sadiang» (entre uno y cinco) y «mor ya» (aún ninguno).

    Miw es un «khrubayai», mientras que los otros cazadores de elefantes que quedan, con edades también entre las siete y nueve décadas de vida, pertenecen a las categorías inferiores.

    Diariamente, media docena de veteranos «chamanes» se reúne junto a un altar en la aldea Ban Ta Klang, en la provincia de Surin, donde un santuario de elefantes acoge a decenas de familias que viven en humildes casas de madera con porches adaptados a sus inmensas mascotas.

    A cambio de ayudas públicas, los «mahout» más jóvenes y sus elefantes participan en espectáculos para turistas en los que los animales ejecutan juegos de malabarismo o fútbol o, incluso, pintan cuadros sosteniendo pinceles con sus trompas.

    Miw y sus camaradas de caza contemplan esta situación con resignación y hasta como un mal menor, pues las únicas salidas de los paquidermos son el turismo o la mendicidad, actividad ilegal aunque tolerada que proliferó en Tailandia desde que se prohibió la tala de árboles.

    Por Gaspar Ruiz-Canela

  • Nicaragua rescata animales condenados a la muerte

    Nicaragua rescata animales condenados a la muerte

    5830129wManagua, 5 dic (EFE).- Vivir en Nicaragua, que alberga hasta el 10 % de la biodiversidad mundial debería ser un paraíso para las especies silvestres, pero no todos los humanos son amistosos con los animales y al menos tres ejemplares son recibidos a diario en un centro de rescate con estrés, lesiones físicas o a punto de expirar.

    Por suerte para ellos, hasta el 95 % logra volver a los bosques.

    En el Centro de Rescate de Animales, ubicado a 16 kilómetros de Managua, se logra el milagro de la vida de forma literal, ya que la mayoría de los animales llega casi agonizando, pero logra recuperarse pese a que la institución no cuenta con presupuesto propio para mantenerse.

    «Aquí vienen los animales cuando sus dueños no los quieren tener, porque están enfermos, porque los hirieron, porque ya no saben cuidarlos, o porque iban a matarlos», afirma a Efe Eduardo Sacasa, veterinario jefe del centro.

    Un 85 % de los animales que recibe el Centro son «donaciones» de sus dueños o personas que realmente los salvaron de una situación de peligro, el 15 % restante llega de los decomisos del Ministerio del Ambiente y los Recursos Naturales (Marena), según datos de la administración.

    Un promedio de mil ejemplares son tratados a diario en el lugar. Pasan por inspecciones médicas, curación, alimentación, medicación y rehabilitación.

    «No es fácil», dice Sacasa, cuyo personal es en realidad el mismo del vecino Zoológico Nacional, cuyo presupuesto anual asignado por el gobierno es de 165.745 dólares, aunque consume tres veces la cantidad porque asume los gastos del Centro de Rescate.

    Pese a que es un trabajo difícil, se trata de la única esperanza de supervivencia que tienen los animales silvestres que viven en cautiverio, pues cuando son liberados súbitamente solo les espera la muerte, porque no saben sobrevivir por sus medios, explica el veterinario.

    Por esta razón los animales del Centro de Rescate apenas sí vuelven a tener contacto con los seres humanos desde el día que llegan a sus instalaciones.

    A la entrada, los dueños deben firmar un acuerdo en el que aceptan olvidarse para siempre de sus mascotas. Puertas adentro, estas son rehabilitadas y entrenadas para ser animales libres.

    El entrenamiento es fuerte, e incluye ser temerosos de los humanos, pero también alimentarse solos y huir de los depredadores.

    «Por ejemplo, a las loras, cuando le crecen las alas, las ponemos a realizar vuelos con obstáculos, alimentos silvestres que encontrarán en los bosques, y hasta metemos en las jaulas unas boas, bajo inspección, para que aprendan a reaccionar rápidamente», explica Sacasa.

    En el caso de los monos, que llegan acostumbrados a estar en el suelo, se siembran árboles con espinas para que se mantengan en las ramas, pues abajo son presas fáciles de sus depredadores.

    Pero estos no son métodos de laboratorio. A veces el personal fracasa.

    «Al principio metimos un ternero para que ahuyentara del suelo a los monos, pero cuando vimos, estos más bien lo jineteaban», dice entre risas el encargado.

    La vida de un animal en el Centro de Rescate puede durar de ocho meses a dos años. Solamente un 5 % recibe la eutanasia, cuando se sabe que no podrá sobrevivir a la rehabilitación, o cuando su naturaleza no permite su regreso al bosque, como el caso de los tigrillos.

    En 16 años de funcionamiento, el centro ha recibido desde pequeños loros hasta el tapir, el mamífero más grande de América Central, según Sacasa.

    El último tapir recibido, un animal de más de 227 kilogramos de peso y 1,2 metros de largo, sirvió para crear el proyecto más ambicioso del Centro de Rescate hasta ahora: liberar a un mamífero grande en su hábitat natural.

    «Eso va a ser muy importante, nadie lo ha intentado en Centroamérica», asegura el veterinario.

    La idea es liberarlo paso a paso en un bosque próximo a la costa Caribe de Nicaragua, con un collar que permitirá saber su estado y sus movimientos.

    Es un proyecto grande para una institución con cero centavos en su presupuesto, pero que será posible gracias al apoyo de un especialista de la Universidad de Michigan (Estados Unidos), dice Sacasa.

    Mientras a los animales les toca sobrevivir a sus captores, el Centro de Refugio debe sobrevivir sin presupuesto, únicamente con el apoyo de amantes de los animales o, como dicen los nicaragüenses, «con las uñas».

    Wilder Pérez R.