(dpa) – La isla de Toga surge cual inesperado peñasco cubierto de verde vegetación de entre las turquesas aguas del Pacífico. Se diría que la frondosa selva lleva cubriendo sus acantilados de granito desde tiempos inmemoriales.
Sin embargo, hace 150 años había ovejas pastando en esas mismas laderas: la construcción de una granja en el islote se convirtió en la obsesión de un colono europeo. «Al menos no le hacía falta vallarla», comenta irónicamente Darryl Anderson mientras desliza su embarcación por el Pacífico junto a los acantilados tonganos.
Anderson trabaja como guía de kayak. En su enredada melena a lo Kurt Cobain asoma una pluma de pájaro. Lleva ya casi 30 años guiando a turistas a lo largo de la costa del Parque nacional Abel Tasman.
«La totalidad del Parque Nacional es básicamente una fallida granja de ovejas», explica Anderson. Los colonos quemaron la vegetación de toda la línea costera pero ni siquiera así consiguieron su objetivo. Pasadas unas décadas se rindieron, por suerte para los turistas que hoy en día visitan la isla.
Navegar de bahía en bahía
Hoy en día el parque es el más pequeño de Nueva Zelanda y una de sus principales atracciones. La mayoría de los visitantes recorren el denominado Great Walk (Gran caminata) de bahía en bahía, bien por tierra firme bien deslizándose por el océano. Lo ideal para disfrutar al máximo de los increíbles paisajes es combinar ambas perspectivas: mar y tierra.
Tiki es como se denomina el tour de tres días que comienza con un largo viaje en lancha motora. En popa viajan apilados media docena de kayaks bien atados. Una vez en tierra, es difícil perderse: los caminos son amplios y están perfectamente señalizados.
Los helechos arborescentes crecen hacia el cielo azul, aquí y allá los wekas (Gallirallus australis) cruzan con sus andares de pato el sendero. Algunas cumbres están secas. De pronto, en el siguiente desfiladero, un arroyo marrón tanino fluye a través de la exuberante selva.
En ocasiones, procedente del denso follaje se escucha el trino de un melonero maorí (Anthornis melanura) o el gorjeo de un tui (Prosthemadera novaeseelandiae) pero la mayor parte del tiempo llama la atención lo silencioso de la selva.
Se dice que el capitán James Cook, en el siglo XVIII, tuvo que anclar a un kilómetro de la costa porque su tripulación no podía dormir con el canto de los pájaros.
Trampas para roedores, veneno para avispas
Los europeos que llegaron tras el conquistador británico trajeron consigo gatos, cerdos, zarigüeyas y armiños. Con ellos comenzó la apocalipsis de las aves neozelandesas.
Con el fin de salvar a las especies supervivientes del parque nacional, una pareja de empresarios de Auckland creó un ambicioso proyecto: Janszoon, para el que donaron 25 millones de dólares.
El objetivo es que en 2042 ningún animal o planta endémico se encuentren en peligro de extinción. Para ello se estableció una red de trampas en toda la isla. Las cajas de plástico amarillo en los troncos de los árboles también son parte de la lucha por la biodiversidad: contienen veneno para las avispas, otra plaga.
Aparte de eso, los excursionistas no perciben mucho más de la titánica tarea de los conservacionistas. Caminar sobre la fina arena de la Bahía de Anapai hace a cualquiera sentirse en el Paraíso.
Los acantilados de granito mueren en el océano de un intenso color turquesa, los cormoranes se posan sobre la playa con las alas extendidas al sol para secar su plumaje.
Caminar con marea baja hasta la cabaña
Todavía queda un largo camino hasta el destino de la jornada, la Bahía Awaroa. Para llegar a la cabaña allí situada hay que cruzar el canal del mismo nombre, lo que sólo es posible con la marea baja.
Al final de la ensenada de Awaroa hay que quitarse los zapatos y sumergirse hasta las rodillas en el agua. En la bahía hay varias casas vacacionales que durante generaciones fueron propiedad de los agricultores.
La dama rica y el mortal malentendido
El hecho de que el parque nacional fuese fundado en 1942 se debe principalmente a la firme decisión de una mujer. Por entonces, Perrine Moncrieff tenía una granja en la costa. Perteneciente a una adinerada familia británica, lo más importante para esta mujer aficionada a la ornitología era la naturaleza.
Moncrieff temía la construcción de una carretera a lo largo de la costa y la consiguiente deforestación de la Bahía de Totaranui. Exigió al gobierno neozelandés que protegiese toda la península.
Además, escribió a la casa real holandesa proponiendo la creación de un parque nacional en conmemoración a Abel Tasman, exactamente 300 años después de que el gran explorador neerlandés se convirtiese en el primer europeo en tener contacto con el pueblo maorí.
Lo cierto es que el primer intercambio de impresiones fue duro. Cuando las extrañas embarcaciones entraron en la actualmente denominada Bahía Dorada, los maoríes hicieron sonar los tambores y el cuerno de guerra. Abel Tasman pensó que se trataba de una bienvenida amistosa. El malentendido costó la vida a cuatro de sus marineros.
Montículos de piedra y colonias de leones marinos
«Esta tierra es hermosa», escribió Tasman en su diario. Es fácil coincidir con el explorador cuando se rema entre los acantilados y las selváticas colinas bajo el sol matutino. Observado el litoral, se diría que una roca asemeja la cabeza de una tortuga, otra parece que hubiese sido mordisqueada por tiburones.
Mientras, los cormoranes pescan en formación sobre las olas. El guía de kayak Anderson dice avistar delfines varias veces por temporada y en ocasiones, incluso orcas. Los que no faltan nunca a la cita son los leones marinos.
Los animales deben ser puestos en libertad
El tour acaba hoy en la Bahía Bark. En una cabaña, cerca de la playa, empleados del proyecto Janszoon han puesto en libertad a 25 kakas (Nestor meridionalis). El pasado verano nacieron seis polluelos de los papagayos salvajes en peligro de extinción. Es posible que, en unos años, hasta los tuátaras corran de nuevo entre los matorrales de la isla de Tonga.
Datos prácticos: Parque Nacional Abel Tasman
Cómo llegar: La empresa Scenic NZ ofrece a diario traslados en autobús desde Nelson hasta la entrada del Parque Nacional en Marahau. Los viajeros necesitan pasaporte y deben solicitar un permiso de entrada electrónico antes de viajar.
Cuándo ir: Febrero y marzo se consideran los mejores meses. En esas fechas el agua del mar alcanza los 22 grados. Para navegar en kayak, sin embargo, lo ideal es viajar en el invierno austral -junio, julio y agosto- cuando no suele haber viento y el mar está tranquilo.
Por Florian Sanktjohanser (dpa)