Parece mentira que en la sociedad actual, donde las redes de comunicación son instantáneas, y los medios de transporte modernos rápidos y eficaces, haya cada vez más distancia entre las personas. Porque es evidente que, a pesar de que la técnica nos facilita el acercamiento, las personas cada vez vivimos más aislados de nuestros semejantes, y evitamos cuestiones tan fundamentales como es la de ofrecer nuestra ayuda a los demás.
La solidaridad, un valor a la baja
Probablemente los movimientos migratorios del campo a la ciudad tengan mucho que ver. La vida en el pueblo es más “cálida”. Los vecinos se relacionan más, están más atentos a las necesidades del otro, se conocen mejor, hay más interacción social entre el pequeño grupo de personas del pueblo, etc. Por contra, en la urbe las cosas son diametralmente opuestas: cada uno va a lo suyo, apenas conocemos a nuestros vecinos, y no prestamos atención a lo que pasa alrededor.
Seguramente esto, unido a la progresión económica y de derechos civiles que siguió a la dura posguerra en España, hizo que cada vez fuéramos necesitando menos los unos de los otros. Al vernos económicamente independientes, nos hemos olvidado que, en el fondo, seguimos necesitando de otras personas. Y lo que es más importante, que los demás también necesitan de nosotros.
De mi depende que la solidaridad cobre fuerza
Y de ti, y de la vecina de enfrente, y del compañero de trabajo, etc. En definitiva, cada uno de nosotros tenemos nuestra cuota de responsabilidad con cualquier causa común. Al fin y al cabo formamos parte de una sociedad, y ésta sólo puede cambiar en su conjunto si sus individuos hacen lo propio a nivel individual. Como decía Einstein, “si quieres que las cosas cambien, ¿por qué sigues haciendo lo mismo?”
No vale dejar la responsabilidad a los demás. Mientras yo no sea consciente que he de cambiar mi forma de actuar, para ayudar a que la tendencia haga lo propio, nada podremos hacer. Por tanto, si yo empiezo a tomar en cuenta el valor de la solidaridad, y actúo en consecuencia, el mundo habrá cambiado un poquito.
No caben excusas para eludir nuestra responsabilidad
¿Cómo puedo yo cambiar las cosas?. ¿Realmente merece la pena lo que yo pueda hacer?. ¿No son los gobiernos, las ONG´s o los misioneros y cooperantes quienes deben ocuparse de los más necesitados?. ¿Qué puedo hacer yo que merezca la pena?.
Son cuestiones que todos nos hemos planteado en alguna ocasión. Pero en realidad no son más que formas de evitar ser solidario. Para justificar ante uno mismo el no dar unos céntimos al mendigo que hay en la puerta del supermercado, o no donar un par de kilos de arroz al banco de alimentos, o no pagar diez euros a una ONG, o no asistir a actos benéficos de una asociación, etc.
En definitiva, burdas excusas para evitar tomar cartas en el asunto, y formar parte activa de un movimiento de solidaridad que podría cambiar el mundo. Pero sólo si todos y cada uno de nosotros somos conscientes de algo muy importante: juntos podemos.
Porque cualquiera puede ser solidario. Todo el mundo tenemos algo que aportar, y todos podemos ayudar a los demás en mayor o menor medida. Y cualquier argumento en contra es una falacia, una excusa o simplemente egoísmo.
En el próximo artículo me propongo desmontar varios razonamientos que sirven a muchos como burdas justificaciones para seguir parapetados en una actitud egoísta y carente de empatía. Y lo que es más importante, aportar modos de llevar a cabo nuestra tarea de solidaridad individual. Y puedo asegurarte querido lector, que son fáciles de hacer, gratis en muchos casos, y beneficiosos para ti en la totalidad de ellos.
Y tú, ¿te apuntas al carro de la solidaridad?.
Un artículo de José Ramón Fernández, autor del blog de ayudas para la búsqueda de empleo